martes, 19 de mayo de 2015

Opinión personal (26): Reflexiones sobre "La peste" de A. Camus. (1º de 3),

Sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas y que hay que
negarse tanto como le sea a uno posible a estar con las plagas”.
La peste. Albert Camus.
Gracias a uno de los foros en los que participo, he releído un libro "clásico" (al menos se consideraba tal hace unas décadas y confío en que todavía se considere así). Se trata de La peste, de Albert Camus. Una lectura hecha -ciertamente- con ojos más adultos (también más cansados y decepcionados) pero que, a pesar de ello, he encontrado justificado y fructífero el repaso.
Dejo constancia de algunas reflexiones al respecto.
Leer el libro de Camus es una experiencia entre placentera y dolorosa. 
Difícil quedarse indiferente ante lo que nos narra el libro y sobre todo ante cómo nos lo narra.
El propio título nos pone, en buena medida, en antecedentes de lo que podemos esperar ya que la peste ha sido desde que el ser humano tiene memoria una de las plagas más pavorosas, más destructivas y más temidas de toda la historia del ser humano (en las postrimerías de la Edad medía europea extermino a un tercio de la población). Ha producido tantas víctimas en todo el planeta y han resultado tan atroces sus horrores que es difícil, aun hoy en día, no sentirse temeroso y prevenido con la sola mención de esa enfermedad. 
Se despiertan en la mente de casi todos unos atávicos deseos de no tener nada que ver con ella, de no verse en medio de semejante desastre, desastre que, además, parece estar siempre siempre vinculado -dentro del imaginario colectivo popular- a la proliferación de las ratas, un animal que no resulta, precisamente, del agrado de casi nadie cuando no directamente repugnante.
 Además el pánico suele desatarse libremente cuando se trata de epidemias, sean  éstas como sean (si bien es cierto que el relato de Camus se centra en esa plaga de la peste, no cabe duda que podría imaginarse muy fácilmente ciertos paralelismos o encontrar semejanzas con otras plagas de peligro global, como pudo ser el Sida en su momento o como de hecho lo es el Ébola en la actualidad).
. En este sentido hay que hacer algo de esfuerzo para vencer la resistencia inicial a abrir las páginas del libro y abordar su lectura ante la previsible descripción de las consecuencias de la peste o la narración de las calamidades producidas por la misma, pero hay que reconocer que Camus no se regodea especialmente en alarmismos truculentos ni en “gores” innecesarios. Nada de realismos "sucios".
La peste aborda, ciertamente, los estragos que dicha epidemia produce en Orán, sin embargo podría tratarse de cualquier otra enfermedad (física, “social” o moral) ya que, de lo que realmente trata el libro, es sobre cómo reaccionan sus habitantes (los de Orán o los de cualquier hipotética ciudad) ante algo tan nocivo y destructivo.
A pesar de las descripciones concretas y precisas que da el autor para situar la acción en un lugar y tiempo determinado, es difícil no leer entre líneas y visualizar, más allá de lo que nos cuenta, una metáfora de la guerra y de sus estragos, o una parábola  sutil sobre cualquier otra situación en la que los individuos, acorralados por un mal intangible pero efectivo, se encuentran con que no pueden escapar –aunque lo intenten- y se ven obligados, les guste a uno o no, a situarse ante los acontecimientos.
Posiblemente esta podría ser una de las cuestiones que le interesarían a Camus: Ver como
el posicionamiento personal ante lo que sucede –tanto en el libro como en la vida- se torna en ocasiones imprescindible.
Reconozco que a mí me ha parecido, por diferentes motivos y sin olvidar la belleza formal del texto en muchos momentos, una novela dura y, hasta cierto punto, asfixiante (lo que, desde luego, no implica que se tenga que obviar su lectura).
Para Camus, Orán se convierte en una ciudad “laboratorio”. La describe con una asepsia muy adecuada para destacar la enfermedad y para observar lo que sucede en ella: dura para vivir, pero apropiada –por lo que parece- para morir.  Sus habitantes se ven sacudidos por la aparición de una peste que, al principio, les cuesta reconocer y sobre todo aceptar pero a la que, finalmente, deberán enfrentarse, totalmente aislados del resto del mundo, durante casi todo un año. 
El entorno específico adquiere así un peso inusitado y el espacio controlado muda de ser protector a convertirse en opresivo.
Todos los personajes de la novela se van decantando ante lo que les sucede, unos por decisión propia y otros porque ya no les queda otra opción que asumir lo que se les ha venido encima. Los hechos se imponen con una crudeza extrema y cada uno de ellos se verá conminado a luchar contra esa irrupción intempestiva que les trastoca la vida. De la negación inicial -les resultaba imposible creer que según qué males del pasado se pudieran presentar, sin causa aparente, en el presente- a la inmersión total.
A partir del reconocimiento oficial de la peste, la ciudad – y por lo tanto todos los que viven en ella-, se ve condenada a una serie de medidas enfocadas a luchar contra la enfermedad y su rápida
 expansión, medidas que implican profundas modificaciones en el día a día de todos sus ciudadanos y que hacen que la particular toma de conciencia de cada uno vaya, como era de esperar, a diferentes ritmos, según fuese su posición inicial antes de la orden de cuarentena y según fuese su particular carácter. Una vez decretado el encierro los personajes se verán mediatizados y, obligatoriamente, tendrán que actuar en “función de” los hechos y no tan libremente como quisieran: Sus creencias, su manera de entender la vida, sus valores o las urgencias y los miedos de cada uno harán que vivan la situación y actúen de manera muy diferente.
Al final de la historia, como podrá ver el lector, hay un reguero de muertos, de sufrimientos, de supervivientes y de olvidos.  Claro que también hay "héroes" y "santos"
Personalmente admito mi simpatía, desde el principio de la novela, hacia dos de sus personajes claves: Bernard Rieux y Jean Torrou. Creo que la posible sintonía  con ellos proviene -sobre todo- porque ambos encaran los acontecimientos con unas actitudes y unas acciones que a mí me parecen de lo más lógicas y adecuadas a la magnitud de los hechos; también porque actúan como lo hacen debido a que los dos parten de un planteamiento ético similar –que también comparto- y que les lleva analizar lo que les toca vivir con un sentido de profunda responsabilidad ante sí mismos y ante la comunidad en la que viven, y que les evita caer en subjetivismos extremos o en idealismos inapropiados (cuando no trasnochados).¡No se trata tanto de ser héroe como de no escurrir el bulto cuando lo que sucede afecta a todos (equilibrio entre lo individual y lo social)!
El padre Paneloux, sin embargo, siendo como es también, un personaje importante en la trama –y en la comunidad que se describe en la misma- adolece, desde mi punto de vista, del lastre de ser el representante de una cosmovisión –la cristiana pre-conciliar- que parece encontrar, al menos en la novela, un particular regocijo ante los desastres, entendidos como una voluntad divina o como un peculiar crisol para la “fe”· (fe… ¿en qué? ¿En que el dolor tenga algún sentido porque no somos capaces de comprenderlo?). 
Aunque el posicionamiento del sacerdote varía de una ética de máximos –que suena prepotente y arrogante- a una aceptación de la fragilidad humana y a un asumir la imposibilidad de entender el dolor injusto, hay algo en su dejarse morir que me resuena demasiado a una especie de “martirio en diferido”, a ofrenda estéril por la causa que me produce una desagradable sensación.
No es que no considere legítimo el deseo de muerte ante según qué circunstancias, no, es, más bien, un desagrado motivado por ese afán que explicitan algunos por ver la muerte como una posibilidad de sacrificio, de inmolación, como si eso fuese a los ojos de su Dios mucho más digno que sufrir el dolor del desamparo o el  desgarro que produce experimentar la profunda desesperación de la incomprensión o la injusticia.
Otros personajes, más de “andar por casa” y por lo tanto con actitudes más comunes (Joseph Grand, Raymond Rambert, Cottard, Richard, Castel, Othon etc.), nos recuerdan, en el desarrollo del relato de  Camus, que el mosaico de realidades humanas es siempre plurifórmico: aunque sin duda se produce siempre un cierto contagio emocional ante según qué hechos colectivos que nos hace parecidos, en última instancia todos tenemos nuestras peculiaridades, matices que nos hacen únicos y que dan cumplida muestra de la complejidad humana, amén de añadir a la historia que se nos cuenta el sabor peculiar del insospechado calidoscopio humano.
De planteamientos tan primarios como “sálvese quien pueda” (todos los que intentan huir a riesgo de ser detenidos y encarcelados) o resignaciones tipo “mal de muchos consuelo de tontos” a particularismos como los de Cottard (que vive la plaga como una bendición que posterga una situación para él todavía peor) o Rambert (que evoluciona de un subjetivismo personalista y auto-justificado a una solidaridad efectiva y comprometida).
       En los casi doce meses que dura el asedio/aislamiento, hay miles y miles de anónimas muertes           –dolorosas como idea pero intangibles como realidad porque el exceso de número se escapa de toda imaginación humana-, sin embargo si hay algunas pérdidas con nombres y apellidos que marcan por su impacto la evolución de los caracteres y los posicionamientos de los personajes ante la enfermedad y que ayudan al lector a centrarse en los dilemas que plantea el libro.
Quizás la más impactante –y muy bien descrita por Camus- sea la muerte del niño, el hijo del juez Othon. El sufrimiento de un ser tan frágil, el dolor injustificado de alguien que no tiene en su ser más que inocencia, actúa de revulsivo en la conciencia de todos y, especialmente, en la del padre Panaloux que, además, debe “explicar” a sus feligreses el sentido y el porqué de tanta calamidad. 
Probablemente sea este el meollo de toda la novela: ¿Cómo actuar ante la injusticia? ¿Cómo argumentar para dar sentido al sufrimiento de la vida, especialmente cuando éste no es provocado por la maldad del hombre? ¿Dónde y cómo queda el clamoroso silencio de Dios, especialmente para los creyentes? ¿Cómo no rebelarse –aunque sea solo emocionalmente- ante esa sensación de arbitrariedad, de estar en las ciegas manos del azar y de impotencia por no poder cambiar las cosas? Y, en cualquier caso ¿Que hacemos nosotros finalmente al respecto?
Desde mi punto de vista la novela no da la solución a tales preguntas (¿alguien puede darla realmente?) pero si nos muestra las reacciones de algunos de sus protagonistas que apuntan a las respuestas más habituales que podemos dar cualquiera de los lectores ante hechos similares.
Es verdad que Camus, haciendo gala de cierto optimismo, se posiciona a favor del ser humano –un ejemplo de ello sería la cita que he mencionado al inicio de este texto- pero creo que, al igual que cualquiera que reflexione ante el dolor y la desolación propia o ajena, su postura tiene mucho de aceptación forzada y de voluntariosa lucha contra lo que algunos se empeñan en considerar mera voluntad divina.
¿Luchar o huir? ¿Creer en el sentido de la cosas o cuestionarlas? ¿Optar por uno mismo u optar por los demás? ¿Tener esperanza o afrontar las cosas sin más? Rüdiger Safranski se preguntaba en un libro suyo sobre cuánta “realidad” puede soportar el ser humano aunque me temo que, sea cual sea la cantidad, el problema es, más bien, por qué tenemos que enfrentarnos al mal inexplicable o, si se me apura, por qué tenemos que enfrentarnos al mal a secas.
¿Quién puede darnos la respuesta? ¿La filosofía, la religión? ¿Existe respuesta?
Texto:  Javier Nebot
(Entrada revisada a 14-02-19)

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