viernes, 29 de marzo de 2019

Música barroca: Índice 1 a 10.

-1), Post del 15 de marzo del 2013.
La música barroca como "decoración" sonora  (sustancial) de Master & Comanders,

-2). Post del 25 de marzo del 2013.
Tercer centenario de Arcangello Corelli.

-3). Post del 7 de diciembre del 2013.
Un tributo a Jean Baptiste Lully.
-4). Post del 18 de marzo del 2014.
Giovanni Battista Fontana. Sonata Nº 2.
-5). Post del 2 de abril del 2014.
Interpretaciones de Andreas Scholl.

-6). Post del 11 de abril del 2014.
Andreas Scholl: Stabat Mater de Vivaldi.

-7). Post del 14 de abril del 2014.
Arpeggiata (Karl Friedrich Abel), Jordi Savall.

-8). Post del 9 de mayo del 2014.
Marche du régiment  du Turenne. Lully.

-9). Post del 19 de mayo del 2014.
Philippe Jaroussky, contratenor. Obras barrocas,

-10). Post del 22 de mayo del 2014.
Bejun Mehta. The making of orlando.

Todas las imágenes y/o vídeos que se muestran  corresponden al artista o artistas referenciados.
Su exposición en este blog pretende ser un homenaje y una contribución a la difusión de obras dignas de reconocimiento cultural, sin ninguna merma a los derechos que correspondan a sus legítimos propietarios.
En ningún caso hay en este blog interés económico directo ni indirecto.

lunes, 25 de marzo de 2019

Lugares (37): Jerusalén (2).

Jerusalén -¡que decir que no se haya dicho ya!- es una ciudad compleja y -por decirlo de alguna manera- accidentada, tanto física como históricamente. Una de las más antiguas ciudades del Mediterráneo y, además, matriz de historias y personajes universales.
Tres religiones mundiales la consideran sagrada y la reivindican como su centro espiritual (¡y la lucha por la exclusividad continua!). Sus paredes -antiguas y nuevas- refieren miles de sucesos grandes y pequeños y remiten a la vida y a los recuerdos, entre fascinantes y turbadores, de muchos sus pobladores pasados y presentes.
Hay libros, extensos y maravillosamente documentados, que narran sus peripecias como ciudad y como objeto de deseo constante por unos y otros. ¡Lejos de mí pretender rivalizar con ellos!.
Mi pretensión es, ciertamente, mucho más limitada y desde luego personal. Simple -aunque clave- rememoración de un viaje vivido y disfrutado.
Con todo, pienso que nunca viene mal hacer un esfuerzo recordatorio de aspectos que, no por más conocidos y leídos, resultan menos importantes a la hora de plantearse una visita futura o de situar mejor lo ya conocido y visitado.
Jerusalén se asienta sobre un grupo de colinas de unos 800 metros de altura como media.
Estas colinas forman una especie de anillo alrededor de la parte más vieja de la ciudad, conocida como la Ciudad Antigua, que limita en su parte este con el Valle del Cedrón y el Monte de los Olivos (en donde sobresalen de forma llamativa por su casi continuo resplandor las cúpulas doradas de la iglesia ortodoxa de Santa María Magdalena, a las que ya me referí en el post anterior) y por el sur y por el oeste lo hace con el Valle del Gehenna (o Valle de Ginón).
La Ciudad Antigua continúa totalmente amurallada. 
Eso, no cabe duda, contribuye a ese aire intemporal -aunque de hecho tenga fecha muy precisa- que tanto impresiona al visitante cuando se mira la ciudad por primera vez desde afuera.
El monte Sión (770 m. aprox.), situado al sudoeste de las murallas, está coronado por la Iglesia de la Dormición de la Virgen. La colina de El-Gareb, situada entre la puerta de Jaffa, la Nueva y la de Damasco, es la más alta que hay dentro de los muros de la ciudad (786 m.).
El núcleo original de Jerusalén se construyó sobre la colina de Ofel y en el pasado estaba separado por una depresión del Monte Moria (740m.) que actualmente queda oculta por la explanada del Monte del Templo.
Los muros que actualmente rodean la Ciudad Antigua (o Ciudad Vieja) fueron construidos por Suleiman el Magnifico entre 1536 y 1542 aprovechando estructuras y restos de las obras acometidas en su momentos por el emperador Adriano (si, el de la Yourcenar).
Las murallas, a pesar de su solidez, no han estado siempre en los mismos sitios. Se han ido adaptando, extendiéndose o contrayéndose, de acuerdo a las necesidades estratégicas de la ciudad (que han sido muchas y constantes).
Los restos más antiguos, los de la población fundada por los Jebuseos, se remontan a los siglos XVIII a XIV a.C. No mucho tiempo después, según las crónicas históricas, el rey David las reconstruyó por la zona de la Colina de Ofel y Salomón, en el área del Monte Moria, hizo lo propio para construir su famoso templo y guardar el Arca de la Alianza.
Las guerras y beligerancias históricas supusieron cambios y más cambios en las murallas. 
Alcanzaron una gran longitud cuando la amenaza de Senaquerib se hizo palpable en el siglo VII a.C., pero en el 586 a.C Nabucodosor dejo pocas piedras sin derribar.
El cautiverio babilónico marcó un antes y un después para el pueblo judío en todos los sentidos.
Liberados por Ciro, el persa, volvieron a su tierra e iniciaron la reconstrucción de Jerusalén y de sus defensas.
Con los reyes Asmoneos parecía que se iniciaba un periodo de paz y tranquilidad.....pero (¡ayyy, los peros!) la dicha duró poco. Los romanos civilizaron Judea, más a regañadientes y a contrapelo que otra cosa.
Herodes el Grande, conocido -y hoy admirado- por su furor constructor, conquistó la ciudad en el 37 a.C. y extendió algo la muralla, aunque Flavio Josefo atribuye a Herodes Agripa la extensión de la misma hacia el norte.
Cuando a Tito se le hincharon las narices con tanta revuelta y rebelión judía destruyó muy buena parte de las fortificaciones, aunque respetó las torres Phasael, Hippicus y Mariamne y parte de la sección occidental de la muralla para que su guarnición pudiera protegerse convenientemente.
Tenaces, nuevas insurrecciones de la población judía que no quería pasar por el aro, propiciaron la destrucción casi total de la ciudad por parte del ya mencionado Adriano.
Jerusalen, delenda est.
En la nueva Aelia Capitolina se evitaron las fortificaciones defensivas y se prohibió el acceso a los judíos en un afán de evitar nuevos distrubios. Claro que el tiempo -que casi todo lo cura- hizo que pronto se olvidasen sus habitantes de trastadas pasadas y Jerusalén comenzó a crecer nuevo, especialmente a partir del 313 d.C., cuando el Edicto de Milán concedió libertad religiosa a los cristianos y los peregrinos pronto se lanzaron sobre la ciudad para recuperar todos los recuerdos posibles sobre los orígenes de su fe.
En el siglo V d.C. la emperatriz Eudocia mandó construir una muralla rodeando el Monte Sión y la original Ciudad de David. El periodo de esplendor que parecía vivir la Jerusalén cristiana acabó relativamente pronto porque los persas primero, los bizantinos después y los musulmanes por último (638 d.C, con el Califa Omar) se encapricharon con dominar la ciudad. 
Al ser ciudad santa para éstos últimos también, se siguió permitiendo el acceso a los peregrinos, pero Jerusalén entró en una especie de stand by, en el que la Ciudad Antigua alcanzó aproximadamente lo que son sus dimensiones actuales. Se construyeron murallas alrededor de ella que fueron construidas y destruidas periódicamente (la época de la Cruzadas fue, digamos, agitada), hasta el reinado del mencionado Suleiman el Magnifico que, como he señalado más arriba, construyó las murallas que existen en la actualidad.
Pero dejemos un poco de la lado la historia por el momento, y volvamos al recorrido por Jerusalén.

Una vez entramos en la ciudad (23-05-18) nos dirigimos, callejeando, hacia el Templo del Santo Sepulcro.
La historia del mismo no es menos complicada que su configuración actual, así que dejo en manos de los expertos su análisis y remito a ellos a quienes estén muy interesados en sus peculiaridades.
Yo pude constatar que, ciertamente, es un verdadero imán de peregrinos.
De todas la nacionalidades, de todas las razas. Y, probablemente, de todas las creencias y maneras de pensar, tal es la capacidad de atracción de ese lugar.
Desde luego, demasiados visitantes para mi capacidad de asimilación.
Demasiados para mis limitados esquemas mentales que asocian lo religioso no solo con lo auténtico históricamente hablando sino con el silencio interno y externo o, al menos, con el cántico o algún sonido que eleve el espíritu...... y allí el bullicio general, el flujo constante de visitantes, el "turisteo" resultaba atronador, imponiéndose por encima de los rezos y los ritos que allí se realizaban.
Hay, claro, momentos y lugares -ángulos, esquinas- que parecían escapar al tiempo y si ejercían cierta fascinación. Pero, ya lo señale en mi post anterior, yo no experimente aquí, ni en la primera ni en la segunda visita, la extrema e inconsciente emocionalidad que si viví en Getsamaní o, posteriormente, ante el Muro de las Lamentaciones.
Eso, desde luego, no es ni bueno ni malo. No pretendo hacer ninguna evaluación moral de vivencias personales, solo constatar una experiencia.¡Estoy seguro que si hiciéramos una encuesta al respecto la variedad de situaciones sería asombrosa!.
Quizás la masificación inevitable (¿Cómo restringir el acceso?) desvirtúa -como sucede en otros muchos centros espirituales- el sentido de la visita que, necesariamente, será diferente para cada uno.
Reconozco que los rituales coptos, ortodoxos o armenios ejercieron sobre mi mayor encantamiento (permítanme el término) que la conocida liturgia católica.
Cantos, inciensos, velas, todavía pesan en el inconsciente religioso de uno.



Pasearse por el interior del templo, descubrir las numerosas capillas -muchas de ellas atribuidas o dedicadas a diferentes momentos de la vida del Señor-, observar la fe -o la falta de ella- en los rostros de los que esperan para besar reliquias o reclinarse sobre la piedra en donde -se supone- fue depositado Jesús, tiene su punto. No es baladí. Conmueve..... probablemente no tanto como uno esperaría, pero conmueve.




El flujo de visitantes es constante.
En el exterior, aparte de grupos confesionales y de turistas, también se pueden observar en algunos momentos personajes un tanto grotescos que parecen querer sacar "rendimiento" al turismo espiritual.
Después de visitar el Santo Sepulcro recorrimos la ciudad siguiendo el itinerario marcado por nuestros guías.
Jerusalén resulta, al menos en toda la parte antigua, una ciudad seductora y atrayente.
Sus cuatro barrios (judío, musulmán, cristiano y armenio) se entremezclan sin que uno reconozca al principio sus limites. Son, en muchas ocasiones, los monumentos concretos o algo tan prosaico como las tiendas las que marcan la pauta orientativa al visitante neófito. Pero no es una ciudad en la que se respire -como si me ha pasado en otras ciudades- inseguridad. Perderse, puede ser hasta apetecible, dentro -claro- de una prudencia mínima.

Una de las puertas de la ciudad, literalmente acribillada por el impacto de las balas de otros tiempos.







Iglesia de la Dormición de la Virgen.


Tiendas de nivel, en el barrio judío.


Mercaderías nuevas y viejas.


Un pseudo-Jesucristo resucitado se pasea por la entrada del Santo Sepulcro.
En la segunda visita al Santo Sepulcro, a última hora de la tarde, me sorprendió la presencia de muchos jóvenes dispuestos a quedarse encerrados por la noche en el Templo para orar.
Una compañera nuestra pasó por la misma experiencia, pero no tanto por vocación sino por despiste.
Tuvieron que rescatarla en el "cambio de guardia" y a partir de ese día todos las mirábamos con ojos devotos y envidiosos de su trance.

Sinagoga situada colateralmente al Muro de las Lamentaciones, repleta de hombres realizando sus oraciones.




El autor frente al Muro.
Un lugar extraño para el neófito, de extraordinaria potencia no solo emocional sino a muy diferentes niveles, amen -desde luego- de uno de los símbolos físicos más queridos del pueblo judío.
Texto y fotos:  Javier Nebot