“Esperamos ver una Europa en la que los hombres de todos nuestros países piensen que ser europeos es pertenecer a una tierra natal y que, vayan donde vayan en este vasto territorio, puedan sentir: Aquí estoy en casa”.
Winston Chuchill 1948.
¿Cómo posicionarse hoy ante la Unión Europea?
Cuestionarse el grado de europeísmo que uno pueda tener no es cosa habitual ya que, en mayor o menor medida, casi todos tendemos a una cierta inercia y preferimos delegar el "asunto" en las manos de nuestros “representantes” (lo pongo en cursiva porque éstos suelen resultar -a nivel europeo- tan lejanos e indirectos que cuesta muchas veces verles como tales).
Supongo que en parte esto es debido a la complejidad de muchos asuntos públicos -que hace sumamente árido encontrar adecuadas fórmulas de co-rresponsabilidad entre los ciudadanos de a pie-, pero en parte también lo es debido a que a la mayoría “Bruselas” nos resulta algo demasiado lejano a nuestra realidad más inmediata y cotidiana.
Una primera forma de asumir algo de esa responsabilidad que como ciudadanos tenemos todos indudablemente, implicaría conocer -aunque fuese en mínimos- los mecanismos e instituciones que desde dicha ciudad actúan, día sí y día también, sobre nosotros.
Con esta idea de aproximación y para adquirir mayores dosis de información con la que evaluar muchas de las preocupantes noticias que recibimos continuamente decidí -hace ya tres o cuatro años- apuntarme a un curso monográfico sobre “Ciudadanía Europea” en la Universidad de Deusto.
Quería en ese momento contrastar mis desactualizados conocimientos al respecto, tener -sin duda- la oportunidad de mejorarlos, y hacerme, sobre todo, una idea más realista y cabal sobre qué implica en el fondo eso de ser “ciudadano europeo”, yendo más allá de los tópicos gastados y reiterativos que nos ofrecen los políticos y los medios pepitogrillos en su afán pseudo-didáctico.
Además me parecía importante hacerlo en unos momentos en los que, debido a la crisis socio/política en la que llevamos inmersos desde hace tantos años, esa condición de ciudadanía está pasando por momentos de escasa popularidad y por constantes cuestionamientos (hasta el extremo de llegar, como hemos tenido oportunidad de ver tristemente, a una situación tan impensable hasta hace poco como todo un brexit).
Además me parecía importante hacerlo en unos momentos en los que, debido a la crisis socio/política en la que llevamos inmersos desde hace tantos años, esa condición de ciudadanía está pasando por momentos de escasa popularidad y por constantes cuestionamientos (hasta el extremo de llegar, como hemos tenido oportunidad de ver tristemente, a una situación tan impensable hasta hace poco como todo un brexit).
Es evidente que no se puede adquirir un conocimiento profundo de unas instituciones tan complejas como las que nos rigen en tan solo catorce clases pero, con todo lo visto, si considero haber recibido una aproximación bastante exacta a procedimientos y modos que, de otra forma, me resultarían prácticamente crípticos y, añadiendo a eso las informaciones que recibimos a través de diferentes medios, creo hoy sí me es posible aventurar algunas reflexiones personales sobre la pregunta del título.
¿Me ha vuelto más europeísta conocer algo mejor el funcionamiento de los entresijos institucionales –aunque sea de forma somera- de la UE?
Sinceramente, no sabría decirlo todavía.
Reflexionar sobre el grado de calado -o no- de una idea supranacional tan compleja y diversa como es la europeísta me resulta más complicado de lo que quisiera.
Complicado porque la "sentimentalidad" al respecto no está tan acrisolada
como cuando nos referimos a otras identidades más cercanas y vitales y porque aplicar una lógica rigurosa a estos asuntos puede llevarnos, quizás, a una admiración más o menos idealista, pero difícilmente a una adhesión o entrega completa.
En mi caso al menos me debato todavía entre ideas y sentimientos contradictorios y los acontecimientos recientes -y los que vendrán- no contribuyen precisamente a la clarificación de mi posición.
Reflexionar sobre el grado de calado -o no- de una idea supranacional tan compleja y diversa como es la europeísta me resulta más complicado de lo que quisiera.
Complicado porque la "sentimentalidad" al respecto no está tan acrisolada
como cuando nos referimos a otras identidades más cercanas y vitales y porque aplicar una lógica rigurosa a estos asuntos puede llevarnos, quizás, a una admiración más o menos idealista, pero difícilmente a una adhesión o entrega completa.
En mi caso al menos me debato todavía entre ideas y sentimientos contradictorios y los acontecimientos recientes -y los que vendrán- no contribuyen precisamente a la clarificación de mi posición.
Sin duda la información que recibí en las clases del seminario me ayudó a reflexionar sobre algunos puntos que no tenia claros pero, con todo, no conseguió convertirme en “acérrimo” partidario de una Unión que, desde mi punto de vista, flaquea en muchos puntos.
Creo recordar que fue en la primera clase cuando la profesora, en su afán por testar el grado de “europeísmo” del alumnado participante -todos adultos con diferentes formaciones y profesiones- nos invitó a posicionarnos en función de nuestro nivel de aceptación de la UE en pro-europeos o en euroescépticos. No pretendía un posicionamiento sólidamente argumentado sino, más bien, un acercamiento espontáneo y rápido hacia lo que de positivo o de negativo considerábamos que tuviese la UE desde nuestra perspectiva de ciudadanos españoles; una decantación personal, insisto rápida, a modo de presentación de cada uno de los asistentes al seminario de Ciudadanía Europea.
Cómo es habitual en las polaridades de este tipo, acabaron primando más en las respuestas los posicionamientos a base de sentimientos globales en pro o en contra que aquellos apoyados en criterios de evaluación estrictamente lógicos o argumentativos (o al menos esa fue mi percepción aunque entiendo, por descontado, que en una tesitura de este tipo las posibles argumentaciones que pudieran darse tenían que ser, necesariamente y por cuestión de foro y forma, escuetas; con todo no podemos obviar el hecho de que, en muchas ocasiones, las respuestas espontáneas traducen mejor lo que se “siente” sobre una cuestión y, desde ese punto de vista, la “rapidez” jugó a favor del objetivo de posicionarse a favor o en contra sin más matices).
Para la mayoría de los posicionamientos “sentimentales” -primarios- basta con ser “poroso” a unas cuantas noticias o a las ideas predominantes -astutamente repetidas una y otra vez en diversos foros que promueven el adecuado caldo de cultivo- y, quizás, a unas determinadas experiencias, favorables o no, que nos sitúan al respecto sin ir mucho más lejos (algo parecido a lo que sucede cuando uno se tiene que confesar de izquierdas o derechas: lo hace a grosso modo y por arrebato).
Para los planteamientos argumentativos, sin embargo, hay que reconocer que se imponen –necesariamente- procesos de indagación, de cuestionamiento, y de reflexión que muchas veces solemos rehuir por su complejidad (tal y como apuntaba al principio) o por la poca accesibilidad que tenemos el común de los mortales a unos entresijos y procedimientos institucionales que, incluso para personas acostumbradas a navegar entre diversas administraciones y a expresarse en términos jurídicos, pueden resultar áridos y dificultosos.
Decidimos a favor o en contra, pero muchas veces lo hacemos porque damos una prioridad muy marcada a unos determinados puntos sobre otros que, por lo que sea, apenas ponderamos o que incluso desconocemos.
Adoptamos en ocasiones como válidas, para configurar una opinión, noticias o informaciones que no hemos contrastado de ninguna manera, pero que quizá conectan con un sentimiento previo que encuentra especial eco en nosotros, sea razonado o no.
Adoptamos en ocasiones como válidas, para configurar una opinión, noticias o informaciones que no hemos contrastado de ninguna manera, pero que quizá conectan con un sentimiento previo que encuentra especial eco en nosotros, sea razonado o no.
Curiosamente la posición de los que allí estábamos fue bastante salomónica ya que nos dividimos en dos grupos casi iguales de pro-europeos y de euro-escépticos lo que de alguna manera demostraba, a pequeña escala, la polarización existente al respecto entre la ciudadanía.
En mi caso la postura inicial fue de extremadamente escéptico al tema de la construcción europea (“euro-fóbico”), pero me mostré así más por un deseo consciente de dar una
En mi caso la postura inicial fue de extremadamente escéptico al tema de la construcción europea (“euro-fóbico”), pero me mostré así más por un deseo consciente de dar una
pincelada gruesa a la polémica y mostrar así con ella lo que considero que es un fallo primordial y grave de la actual construcción europea (su distanciamiento de la ciudadanía, su falta de profundización en mecanismos de democratización que hagan real una Europa vivida desde abajo y no dirigida exclusivamente desde lo alto) que porque no atisbase las posibles excelencias de un verdadero y cuidado proceso de unión (que desde mi punto de vista tendría que ser mucho más “social” de manera real y no solo porque el lenguaje que se use sea el muy desgastado de lo políticamente correcto: las cataplasmas en política suelen traer a la larga consecuencias indeseadas).
Mi rechazo de entonces y mi poco convencimiento de ahora no se asentaba en que yo sea refractario a la idea de una UE que dé pasos hacia una confederelalización o federalización (idea que, en principio, me parece lógica y hasta cierto punto necesaria en el panorama mundial en el que vivimos), ni tampoco lo basaba -ni lo baso- en otros muchos aspectos en los que creo que la UE si ha alcanzado cotas nada desdeñables (Derechos humanos, bienestar económico, abolición de fronteras etc.) sino que dicho rechazo se debía y se debe a que considero que la construcción de la UE se está haciendo a remolque de déficits esenciales en cuanto a la participación de los individuos/ciudadanos (hasta cierto punto también de los pueblos) en su construcción y que se están primando otros aspectos como la expansión territorial o la aplicación de un sistema ultra liberal de mercado en vez de potenciar, como ya he indicado también más arriba, el desarrollo en profundidad de muchas de las metas que fueron apuntadas en el origen de la UE, pero que -desde lo que yo alcanzo a ver- no han sido plenamente conseguidas (metas que pasan necesariamente por recalcar aspectos sociales que parecen olvidarse demasiado a menudo de forma efectiva y que son esenciales para conseguir una cimentación estable, justa y proporcional sobre la que construir un proyecto de semejante entidad).
Según diversas encuestas (oráculos de la modernidad) hay desde hace años una creciente desafección a la UE entre muchos de los ciudadanos de los países miembros.
Desafección basada, ciertamente, en múltiples y variados aspectos aunque, seguramente, ahora primen los rechazos basados en las medidas tan impopulares que se han adoptado para hacer frente a la depresión en la que vivimos (1).
Desafección basada, ciertamente, en múltiples y variados aspectos aunque, seguramente, ahora primen los rechazos basados en las medidas tan impopulares que se han adoptado para hacer frente a la depresión en la que vivimos (1).
Como en las mejores familias las “estrecheces” generan roces.
Un plus de enfrentamientos que multiplican las maneras de ver las cosas y buscar soluciones.
Visto desde fuera parece que aumentan los conflictos (son muchos los que parecen apostar por el fracaso de UE o al menos del euro); desde dentro se entona demasiadas veces el “sálvese quien pueda” o se opta por presentar ante las “feligresías” nacionales a Bruselas como si fuese el demonio encarnado a derribar, olvidando que el sentido principal de la institución “familiar” es apoyarse en los momentos de dificultades.
Un plus de enfrentamientos que multiplican las maneras de ver las cosas y buscar soluciones.
Visto desde fuera parece que aumentan los conflictos (son muchos los que parecen apostar por el fracaso de UE o al menos del euro); desde dentro se entona demasiadas veces el “sálvese quien pueda” o se opta por presentar ante las “feligresías” nacionales a Bruselas como si fuese el demonio encarnado a derribar, olvidando que el sentido principal de la institución “familiar” es apoyarse en los momentos de dificultades.
Pero, sin duda, la metáfora familiar parece quedarse muy corta para un proyecto de la magnitud del europeo que pretende unir países que, si bien tienen un tronco histórico común, están muy lejos de ser uniformes y todavía mucho más lejos de hacer olvidar rivalidades que se remontan a tiempos inmemoriales (aunque determinados éxitos hayan conseguido hacer parecer como olvidados algunos de los principales enconos del pasado) (2).
Parece que, con todo, a pesar de descalabros y tensiones, todavía prevalecen los aires europeístas y son muchas las fuerzas que contribuyen a generar movimientos centrífugos que compensen aquellos otros centrípetos (3).
Esto conecta, sin duda, con otra cuestión esencial, también planteada en el seminario que acudí en su momento, y es la cuestión de la identidad.
Yo puedo cuestionar, a título personal, el tipo de unión que se está dando en la UE o algunos de los procedimientos que se utilizan para ello pero –sin ninguna duda- me considero EUROPEO.
Tengo incluso más claro mi sentimiento como ciudadano europeo -curiosamente por una cuestión más intelectual que sentimental- que mi sentimiento como ciudadano español o vasco por diversos motivos que sería largo referir aquí (y hablo de “sentimiento” porque, quizás, sea la palabra más adecuada cuando nos referimos a cuestiones de identidad: Somos europeos y también nos “sentimos” europeos. Nos identificamos con lo que de alguna forma consideramos que es el “espíritu” europeo por muy difícil que sea a veces definirlo) (4).
Tengo incluso más claro mi sentimiento como ciudadano europeo -curiosamente por una cuestión más intelectual que sentimental- que mi sentimiento como ciudadano español o vasco por diversos motivos que sería largo referir aquí (y hablo de “sentimiento” porque, quizás, sea la palabra más adecuada cuando nos referimos a cuestiones de identidad: Somos europeos y también nos “sentimos” europeos. Nos identificamos con lo que de alguna forma consideramos que es el “espíritu” europeo por muy difícil que sea a veces definirlo) (4).
Pero…. ¿en qué estriba la europeidad? ¿Cuál es la identidad de una unión que se pretende “europea”?
La cuestión identitaria no es un tema baladí y su dificultad queda clara en cuanto que la experiencia ha demostrado incluso la imposibilidad de ponerse de acuerdo en los intentos –avanzados- de elaborar una constitución europea dotada de principios inspiradores comunes.
(No es sólo el tema de la Constitución, que es muy importante; sino también, por ejemplo, la dificultad de establecer límites territoriales de forma clara y taxativa como lo demuestra la eterna polémica ante la siempre postergada inclusión de Turquía que, sin duda , hace plantearse qué tipo de Europa se quiere finalmente y como poder considerarse europeo.)
Encontrar unos criterios que despierten consensos en un conglomerado de 28 países -27 si excluimos definitivamente al Reino Unido- con historias y circunstancias de lo más dispares es tarea ímproba a pesar de las raíces comunes y el mutuo deseo de alcanzar algunas de las metas soñadas por los fundadores de la UE.
Entre las dinámicas del seminario hicimos un pequeño ejercicio de introspección histórica al intentar volver la mirada hacia el pasado y rastrear las huellas de los diferentes intentos previos de “unificación” europea. (5).
Encontramos lejanos atisbos en el Imperio Carolingio, en la idea de “Cristiandad”, por descontado en los diversos intentos de unión en base a guerras de conquista o en los enfrentamientos viscerales interculturales (por decirlo de algún modo) o religiosos como fueron los que se produjeron en las Cruzadas, en los aires nuevos del Renacimiento, en los intentos napoleónicos etc.
Todos ellos tuvieron muy poco éxito en cuanto a crear “conciencia” europea (al menos desde un punto de vista global); además tampoco podemos olvidar que los mecanismos feudales de aquella lejana Europa evolucionaron con el tiempo hacia una primacía de las monarquías y éstas, a su vez, acabaron desembocando en la construcción de estados nacionales modernos que se mostraron terriblemente celosos de su propia identidad y peculiaridad.
Guerras y sempiternos conflictos asolaron Europa durante siglos y los cambios de “calidad” llegaron – junto con otros factores- a través del movimiento ilustrado y de convulsas revoluciones.
El siglo de las luces alumbró una nueva concepción política de la realidad que cambió radicalmente el estatus quo y consiguió hacer soñar a muchos con una Europa nueva bajo la enseña de la igualdad. (6).
Si el sueño de Napoleón murió en Elba no lo hizo, sin embargo, el de muchos revolucionarios que en el siglo XIX hicieron correr aires de transformación por toda Europa coincidiendo con una incipiente, rápida y poderosa industrialización que fue transformando la realidad económica y social europea.
Curiosamente, fueron esos mismos aires transformadores los que consiguieron, a sentido contrario, inflamar a los nacionalismos europeos, aunque no podemos olvidar tampoco que paradójicamente contribuyeron a cimentar -con obvias dificultades- las democracias que se asentaban en los valores inspirados por la inmortal Declaración de Derechos Humanos de 1789, valores que sin duda sirvieron de cimientos a la idea de una Europa basada en la justicia y la igualdad más allá, incluso, de otras consideraciones de calado como el peso de la cultura cristiana en toda la historia europea. (7).
El siglo XX supuso la dinamitación de muchos de los sueños del siglo XIX.
La expansiva idea de constante progreso dejó paso a una visión más posmoderna y, por desgracia, desencantada de la realidad. (8). El espanto y horror de una primera guerra mundial propició intentos muy poco maduros de evitar conflictos semejantes. Ni la Sociedad de las Naciones ni otras entidades supranacionales pudieron ni supieron evitar que una depresión mundial, como la de los años 30, enconase los odios y resentimientos de las naciones europeas perdedoras dando vida a fascismos y totalitarismos que acabaron desembocando en una segunda conflagración que añadió a la guerra el horror y el espanto de un holocausto.
Visto con perspectiva resulta increíblemente sorprendente que tan solo cuatro años después de semejante estropicio (9), países que habían sido enemigos irreconciliables, pudiesen plantearse unas pautas de cooperación que constituyeron el embrión, los cimientos, de una serie de proyectos que acabarían forjando lo que hoy es la UE.
Estos serían los primeros intentos democráticos y no violentos de adhesiones trans-nacionales que fueron creciendo hasta formar una unión (casi un Tera-estado, mega-estado ya se queda corto) compuesta por 27 países.
Desde su origen, en el Tratado de Roma (cuyo cumpleaños se ha celebrado hace poco con la Capilla Sixtina como fondo), la UE ha sido un proyecto de ADHESIÓN, de voluntarismos consensuados, lejos de “anexiones” o conquistas de antaño y es, desde luego, una característica más que sobresaliente habida cuenta de la siempre conflictiva historia europea (Semejante trayectoria propició que se le concediese no hace tanto a la UE el premio Nobel de la Paz.).
Además, de alguna manera, fue posible concordar en la importancia de valores comunes que reflejasen más aquellos ideales que nos unen a los europeos que las consabidas diferencias; aunque no podamos olvidar el relativo fracaso del intento de Constitución europea, el avance, en ese sentido fue, y es, ciertamente, extraordinario y único en la historia. Pero, si miramos un poco más a fondo, ¿en qué estriba ese deseo de adhesión (salvo la excepción notable de Gran bretaña)? ¿Sólo en el reconocimiento de unos valores democráticos e igualitarios? ¿Qué es lo que hace que diferentes países decidan ceder uno de los símbolos más claros de la identidad propia y traspasen porciones sustanciales de su soberanía a una entidad supranacional?
Podemos encontrar un deseo original claro y esencial, ya casi “constitutivo” de la identidad europea actual: Crear lazos de unión económica y social (democrática) que mejoren la vida de los ciudadanos propiciando una estabilidad y un bienestar que aleje de nuestras fronteras uno de los fantasmas más temidos y habituales entre los europeos: la guerra (10). Ese fue el “deseo original”, deseo que con el tiempo se ha ido acrisolando, perfeccionando y desarrollando.
Sin duda el desarrollo de “un espacio de libertad, seguridad y justicia” (aunque vinculado al funcionamiento de un mercado interior) ha supuesto un meta deseable y satisfactoria para muchos países, tanto como para integrarla en sus idearios nacionales y solicitar la adhesión a ese proyecto común iniciado en 1957.
Es evidente, a tenor de los resultados, que dicha propuesta ha ido seduciendo paulatinamente a los diversos países que, en diferentes momentos, han decidido solicitar la adhesión y someterse a una serie de transformaciones de todo tipo que les hiciese obtener los niveles de “presentabilidad” y aceptabilidad comunes a los estados integrantes (11).
El selecto “club” (12) no da entrada a quien sin más lo desee: deben acreditarse niveles de calidad democrática y económica fuera de toda duda y estos constituyen una seña más de identidad propia.
Pero el proyecto europeo ha ido creciendo y generando, en una especie de “bucle prodigioso” –como diría J.A. Marina- (13), fuerzas de desarrollo propias que parecen en ocasiones chocar con los entresijos de los estados que lo componen.
Un maremágnum de fuerzas de todo tipo (de integración y de desintegración) van convulsionando actualmente a una unión que parece dirigirse - a pesar de todo y por ahora- hacia un modelo federal más que confederal, creando con ello disensiones y conflictos de difícil resolución y que, como he señalado anteriormente, nos plantean periódicamente crisis de graves consecuencias (riesgos de exclusión de países que no consiguen los parámetros establecidos, rescates, disolución o no del euro, distanciamiento de países o poblaciones etc.(14)).
¿Qué puede opinar un ciudadano de a pie como yo o como cualquiera de los que lean un artículo como este sobre una construcción tan monumental como esta?
Después de asistir a las diversas clases y escuchar argumentos y tesis al respecto uno percibe con más claridad las complejidades jurídicos-políticas de un proceso único. Aunar los criterios de 27 países con culturas y lenguas diferentes, con procesos de desarrollo también muy diferentes, es algo necesariamente complejo y, sin duda, no puede serlo de otra manera.
Pero…. ¿cómo transmitir a la ciudadanía que esa inmensa mole institucional realmente contribuye a mejorar nuestra vida, más allá de frases bonitas y determinantes? ¿Cómo conseguir que cale el mensaje -más allá también de los intentos cuasi publicitarios de algunos políticos- de que realmente se quiere mejorar el modus vivendi de las poblaciones, de los individuos?
Al principio de este post he explicitado que mi principal queja respecto a la UE era y es, precisamente, el alejamiento que percibo entre ciudadanos e instituciones. Los motivos son complejos y no van en una única dirección, desde luego.
En los momentos de bonanza, en los que se recibían ayudas casi sin límite para poder “homologarse” al mismo nivel que los países más desarrollados de la UE, parecía fácil sentir como bueno todo el proceso de europeización (al menos desde la perspectiva de los países que recibían dichas ayudas). Pero ahora, cuando desde todos los medios de comunicación se nos inunda constantemente con las nefastas consecuencias de la crisis y cuando vemos que la enorme fractura producida por la misma, entre los países del norte y los países del sur dentro de la unión, parece acrecentarse (con comentarios despectivos incluidos por parte de algún señalado dirigente de la UE), resulta difícil –primariamente- sentirse parte de una Unión a la que ya no se ve más que desde la obligación a exigencias y “sacrificios” que muy pocos explican en profundidad y que no afectan de forma igualitaria a todos los ciudadanos de la UE.
Creo que es un reto profundizar en esas complejidades. La democracia que tanto defendemos y de la que tanto hablamos no puede quedarse constantemente varada en pautas del siglo XIX.
Sin duda los dirigentes de la UE y también los de cada uno de los países miembros deberán esforzarse en encontrar nuevas fórmulas para conectar con los ciudadanos a los más diversos niveles.
Esa tarea crucial de profundización se ha ido dejando siempre aparcada primando la comodidad de “dirigir” a la ciudadanía a golpes de “marketing” u objetando la validez sin cambios del modelo vigente, ya sea por incapacidad de liderar procesos de transformación, o porque ni siquiera se sabe cómo deben ser estos (15). Los penosos resultados se están vislumbrando a través de la cada vez mayor desvinculación por parte de muchos sectores populistas hacia el proyecto europeo y, también, a través del total desencanto hacia las políticas nacionales. Parece evidente que empiezan a darse claros síntomas de hastío y hartazgo ante lo que muchos vivimos como absoluta ceguera política.
¿Difícil? Sin duda. Pero debería ser algo prioritario si la UE quiere ser un proyecto vivido y nutrido desde sus ciudadanos.
(Hay intelectuales como Nussbaum, Fellber, o Bauman que sí dan pistas sobre cómo establecer metas que -sin olvidar la sacrosanta economía- no conviertan todo valor en “economicista”, asumiendo el consiguiente desplazamiento hacia valores más cercanos al desarrollo del individuo como persona y no tan solo como herramienta) (16).
Es verdad que hay un sinfín de referencias a considerar “objetivo estratégico” el acercar más la UE a los ciudadanos, pero no parece que por ahora haya habido excesivo éxito al respecto.
En la actualidad las instituciones se alejan demasiado de lo que sienten y piensan aquellos a los que dicen servir (17).
Mi sensación es que muchas veces los dirigentes actuales actúan como si fuesen déspotas ilustrados: “todo para el pueblo pero sin el pueblo”, en un terrible requiebro de lo que debería ser una democracia adulta, participativa e implicativa que contribuyese a que todos sus miembros se sintiesen vinculados a un proyecto común y consiguiesen recuperar la ilusión de ser europeos incluso en tiempos tan convulsos.
Claro que esta tarea ciclópea debería iniciarse ANTES en cada uno de los estados miembros, pero vistas las actitudes y modos que presentan las mayoría de los partidos actuales (qué no parecen tener demasiado interés en iniciar procesos de profundización democrática a ningún nivel y mucho menos de llevar el liderazgo en este sentido), resulta difícil hablar siquiera de “brotes verdes” en este punto.
Ya veremos qué sucede a medio plazo pero parece evidente que, si hemos basado el meollo de la identidad europea en una serie de valores trans-personales (democráticos), que deben desarrollarse y potenciarse para conseguir la meta de una verdadera “ciudadanía europea”, se tendrán que iniciar desde los distintos ámbitos institucionales, políticos, y sociales pautas en este sentido so pena de vuelta atrás o estancamiento de imprevisibles consecuencias socio-políticas para la supervivencia de la Unión.
En cuanto a los límites geográficos es difícil también emitir una opinión porque –como antes apuntaba- el concepto de qué es Europa resulta cuando menos debatible. Es evidente que todos sabemos, más o menos, de que hablamos cuando hablamos de Europa, pero el tema no resulta tan “fácil” cuando nos planteamos a quien incluir o a quien excluir (18).
Desde mi punto de vista la UE debería avanzar mucho más en procesos de integración y homogeneización de los actuales estados miembros antes de plantearse la entrada de más socios, ya que resulta evidente que se están dando excesivos desajustes que pueden propiciar, no ya una UE a dos o más velocidades sino, incluso, la salida de algunos de los miembros actuales (como de hecho hecho visto con el Reino Unido) (19). ¡Sería lamentablemente absurdo ver deserciones por colapso!
Además una vez eliminados los regímenes totalitarios del sur (Grecia, España y Portugal), unificada Alemania y alejada del todo (o casi al menos) la posible “amenaza” de los antiguos países de la zona soviética (riesgo estratégico para la frontera este de la UE) es difícil encontrar argumentaciones para nuevas adhesiones que tengan algo más que un valor “mercantil”. ¿Noruega fuera y Turquía dentro? Seguramente este dilema daría lugar a reflexiones para otro post.
Texto: Javier Nebot
La cuestión identitaria no es un tema baladí y su dificultad queda clara en cuanto que la experiencia ha demostrado incluso la imposibilidad de ponerse de acuerdo en los intentos –avanzados- de elaborar una constitución europea dotada de principios inspiradores comunes.
(No es sólo el tema de la Constitución, que es muy importante; sino también, por ejemplo, la dificultad de establecer límites territoriales de forma clara y taxativa como lo demuestra la eterna polémica ante la siempre postergada inclusión de Turquía que, sin duda , hace plantearse qué tipo de Europa se quiere finalmente y como poder considerarse europeo.)
Encontrar unos criterios que despierten consensos en un conglomerado de 28 países -27 si excluimos definitivamente al Reino Unido- con historias y circunstancias de lo más dispares es tarea ímproba a pesar de las raíces comunes y el mutuo deseo de alcanzar algunas de las metas soñadas por los fundadores de la UE.
Entre las dinámicas del seminario hicimos un pequeño ejercicio de introspección histórica al intentar volver la mirada hacia el pasado y rastrear las huellas de los diferentes intentos previos de “unificación” europea. (5).
Encontramos lejanos atisbos en el Imperio Carolingio, en la idea de “Cristiandad”, por descontado en los diversos intentos de unión en base a guerras de conquista o en los enfrentamientos viscerales interculturales (por decirlo de algún modo) o religiosos como fueron los que se produjeron en las Cruzadas, en los aires nuevos del Renacimiento, en los intentos napoleónicos etc.
Todos ellos tuvieron muy poco éxito en cuanto a crear “conciencia” europea (al menos desde un punto de vista global); además tampoco podemos olvidar que los mecanismos feudales de aquella lejana Europa evolucionaron con el tiempo hacia una primacía de las monarquías y éstas, a su vez, acabaron desembocando en la construcción de estados nacionales modernos que se mostraron terriblemente celosos de su propia identidad y peculiaridad.
Guerras y sempiternos conflictos asolaron Europa durante siglos y los cambios de “calidad” llegaron – junto con otros factores- a través del movimiento ilustrado y de convulsas revoluciones.
El siglo de las luces alumbró una nueva concepción política de la realidad que cambió radicalmente el estatus quo y consiguió hacer soñar a muchos con una Europa nueva bajo la enseña de la igualdad. (6).
Si el sueño de Napoleón murió en Elba no lo hizo, sin embargo, el de muchos revolucionarios que en el siglo XIX hicieron correr aires de transformación por toda Europa coincidiendo con una incipiente, rápida y poderosa industrialización que fue transformando la realidad económica y social europea.
Curiosamente, fueron esos mismos aires transformadores los que consiguieron, a sentido contrario, inflamar a los nacionalismos europeos, aunque no podemos olvidar tampoco que paradójicamente contribuyeron a cimentar -con obvias dificultades- las democracias que se asentaban en los valores inspirados por la inmortal Declaración de Derechos Humanos de 1789, valores que sin duda sirvieron de cimientos a la idea de una Europa basada en la justicia y la igualdad más allá, incluso, de otras consideraciones de calado como el peso de la cultura cristiana en toda la historia europea. (7).
El siglo XX supuso la dinamitación de muchos de los sueños del siglo XIX.
La expansiva idea de constante progreso dejó paso a una visión más posmoderna y, por desgracia, desencantada de la realidad. (8). El espanto y horror de una primera guerra mundial propició intentos muy poco maduros de evitar conflictos semejantes. Ni la Sociedad de las Naciones ni otras entidades supranacionales pudieron ni supieron evitar que una depresión mundial, como la de los años 30, enconase los odios y resentimientos de las naciones europeas perdedoras dando vida a fascismos y totalitarismos que acabaron desembocando en una segunda conflagración que añadió a la guerra el horror y el espanto de un holocausto.
Visto con perspectiva resulta increíblemente sorprendente que tan solo cuatro años después de semejante estropicio (9), países que habían sido enemigos irreconciliables, pudiesen plantearse unas pautas de cooperación que constituyeron el embrión, los cimientos, de una serie de proyectos que acabarían forjando lo que hoy es la UE.
Estos serían los primeros intentos democráticos y no violentos de adhesiones trans-nacionales que fueron creciendo hasta formar una unión (casi un Tera-estado, mega-estado ya se queda corto) compuesta por 27 países.
Desde su origen, en el Tratado de Roma (cuyo cumpleaños se ha celebrado hace poco con la Capilla Sixtina como fondo), la UE ha sido un proyecto de ADHESIÓN, de voluntarismos consensuados, lejos de “anexiones” o conquistas de antaño y es, desde luego, una característica más que sobresaliente habida cuenta de la siempre conflictiva historia europea (Semejante trayectoria propició que se le concediese no hace tanto a la UE el premio Nobel de la Paz.).
Además, de alguna manera, fue posible concordar en la importancia de valores comunes que reflejasen más aquellos ideales que nos unen a los europeos que las consabidas diferencias; aunque no podamos olvidar el relativo fracaso del intento de Constitución europea, el avance, en ese sentido fue, y es, ciertamente, extraordinario y único en la historia. Pero, si miramos un poco más a fondo, ¿en qué estriba ese deseo de adhesión (salvo la excepción notable de Gran bretaña)? ¿Sólo en el reconocimiento de unos valores democráticos e igualitarios? ¿Qué es lo que hace que diferentes países decidan ceder uno de los símbolos más claros de la identidad propia y traspasen porciones sustanciales de su soberanía a una entidad supranacional?
Podemos encontrar un deseo original claro y esencial, ya casi “constitutivo” de la identidad europea actual: Crear lazos de unión económica y social (democrática) que mejoren la vida de los ciudadanos propiciando una estabilidad y un bienestar que aleje de nuestras fronteras uno de los fantasmas más temidos y habituales entre los europeos: la guerra (10). Ese fue el “deseo original”, deseo que con el tiempo se ha ido acrisolando, perfeccionando y desarrollando.
Sin duda el desarrollo de “un espacio de libertad, seguridad y justicia” (aunque vinculado al funcionamiento de un mercado interior) ha supuesto un meta deseable y satisfactoria para muchos países, tanto como para integrarla en sus idearios nacionales y solicitar la adhesión a ese proyecto común iniciado en 1957.
Es evidente, a tenor de los resultados, que dicha propuesta ha ido seduciendo paulatinamente a los diversos países que, en diferentes momentos, han decidido solicitar la adhesión y someterse a una serie de transformaciones de todo tipo que les hiciese obtener los niveles de “presentabilidad” y aceptabilidad comunes a los estados integrantes (11).
El selecto “club” (12) no da entrada a quien sin más lo desee: deben acreditarse niveles de calidad democrática y económica fuera de toda duda y estos constituyen una seña más de identidad propia.
Pero el proyecto europeo ha ido creciendo y generando, en una especie de “bucle prodigioso” –como diría J.A. Marina- (13), fuerzas de desarrollo propias que parecen en ocasiones chocar con los entresijos de los estados que lo componen.
Un maremágnum de fuerzas de todo tipo (de integración y de desintegración) van convulsionando actualmente a una unión que parece dirigirse - a pesar de todo y por ahora- hacia un modelo federal más que confederal, creando con ello disensiones y conflictos de difícil resolución y que, como he señalado anteriormente, nos plantean periódicamente crisis de graves consecuencias (riesgos de exclusión de países que no consiguen los parámetros establecidos, rescates, disolución o no del euro, distanciamiento de países o poblaciones etc.(14)).
¿Qué puede opinar un ciudadano de a pie como yo o como cualquiera de los que lean un artículo como este sobre una construcción tan monumental como esta?
Después de asistir a las diversas clases y escuchar argumentos y tesis al respecto uno percibe con más claridad las complejidades jurídicos-políticas de un proceso único. Aunar los criterios de 27 países con culturas y lenguas diferentes, con procesos de desarrollo también muy diferentes, es algo necesariamente complejo y, sin duda, no puede serlo de otra manera.
Pero…. ¿cómo transmitir a la ciudadanía que esa inmensa mole institucional realmente contribuye a mejorar nuestra vida, más allá de frases bonitas y determinantes? ¿Cómo conseguir que cale el mensaje -más allá también de los intentos cuasi publicitarios de algunos políticos- de que realmente se quiere mejorar el modus vivendi de las poblaciones, de los individuos?
Al principio de este post he explicitado que mi principal queja respecto a la UE era y es, precisamente, el alejamiento que percibo entre ciudadanos e instituciones. Los motivos son complejos y no van en una única dirección, desde luego.
En los momentos de bonanza, en los que se recibían ayudas casi sin límite para poder “homologarse” al mismo nivel que los países más desarrollados de la UE, parecía fácil sentir como bueno todo el proceso de europeización (al menos desde la perspectiva de los países que recibían dichas ayudas). Pero ahora, cuando desde todos los medios de comunicación se nos inunda constantemente con las nefastas consecuencias de la crisis y cuando vemos que la enorme fractura producida por la misma, entre los países del norte y los países del sur dentro de la unión, parece acrecentarse (con comentarios despectivos incluidos por parte de algún señalado dirigente de la UE), resulta difícil –primariamente- sentirse parte de una Unión a la que ya no se ve más que desde la obligación a exigencias y “sacrificios” que muy pocos explican en profundidad y que no afectan de forma igualitaria a todos los ciudadanos de la UE.
Creo que es un reto profundizar en esas complejidades. La democracia que tanto defendemos y de la que tanto hablamos no puede quedarse constantemente varada en pautas del siglo XIX.
Sin duda los dirigentes de la UE y también los de cada uno de los países miembros deberán esforzarse en encontrar nuevas fórmulas para conectar con los ciudadanos a los más diversos niveles.
Esa tarea crucial de profundización se ha ido dejando siempre aparcada primando la comodidad de “dirigir” a la ciudadanía a golpes de “marketing” u objetando la validez sin cambios del modelo vigente, ya sea por incapacidad de liderar procesos de transformación, o porque ni siquiera se sabe cómo deben ser estos (15). Los penosos resultados se están vislumbrando a través de la cada vez mayor desvinculación por parte de muchos sectores populistas hacia el proyecto europeo y, también, a través del total desencanto hacia las políticas nacionales. Parece evidente que empiezan a darse claros síntomas de hastío y hartazgo ante lo que muchos vivimos como absoluta ceguera política.
¿Difícil? Sin duda. Pero debería ser algo prioritario si la UE quiere ser un proyecto vivido y nutrido desde sus ciudadanos.
(Hay intelectuales como Nussbaum, Fellber, o Bauman que sí dan pistas sobre cómo establecer metas que -sin olvidar la sacrosanta economía- no conviertan todo valor en “economicista”, asumiendo el consiguiente desplazamiento hacia valores más cercanos al desarrollo del individuo como persona y no tan solo como herramienta) (16).
Es verdad que hay un sinfín de referencias a considerar “objetivo estratégico” el acercar más la UE a los ciudadanos, pero no parece que por ahora haya habido excesivo éxito al respecto.
En la actualidad las instituciones se alejan demasiado de lo que sienten y piensan aquellos a los que dicen servir (17).
Mi sensación es que muchas veces los dirigentes actuales actúan como si fuesen déspotas ilustrados: “todo para el pueblo pero sin el pueblo”, en un terrible requiebro de lo que debería ser una democracia adulta, participativa e implicativa que contribuyese a que todos sus miembros se sintiesen vinculados a un proyecto común y consiguiesen recuperar la ilusión de ser europeos incluso en tiempos tan convulsos.
Claro que esta tarea ciclópea debería iniciarse ANTES en cada uno de los estados miembros, pero vistas las actitudes y modos que presentan las mayoría de los partidos actuales (qué no parecen tener demasiado interés en iniciar procesos de profundización democrática a ningún nivel y mucho menos de llevar el liderazgo en este sentido), resulta difícil hablar siquiera de “brotes verdes” en este punto.
Ya veremos qué sucede a medio plazo pero parece evidente que, si hemos basado el meollo de la identidad europea en una serie de valores trans-personales (democráticos), que deben desarrollarse y potenciarse para conseguir la meta de una verdadera “ciudadanía europea”, se tendrán que iniciar desde los distintos ámbitos institucionales, políticos, y sociales pautas en este sentido so pena de vuelta atrás o estancamiento de imprevisibles consecuencias socio-políticas para la supervivencia de la Unión.
En cuanto a los límites geográficos es difícil también emitir una opinión porque –como antes apuntaba- el concepto de qué es Europa resulta cuando menos debatible. Es evidente que todos sabemos, más o menos, de que hablamos cuando hablamos de Europa, pero el tema no resulta tan “fácil” cuando nos planteamos a quien incluir o a quien excluir (18).
Desde mi punto de vista la UE debería avanzar mucho más en procesos de integración y homogeneización de los actuales estados miembros antes de plantearse la entrada de más socios, ya que resulta evidente que se están dando excesivos desajustes que pueden propiciar, no ya una UE a dos o más velocidades sino, incluso, la salida de algunos de los miembros actuales (como de hecho hecho visto con el Reino Unido) (19). ¡Sería lamentablemente absurdo ver deserciones por colapso!
Además una vez eliminados los regímenes totalitarios del sur (Grecia, España y Portugal), unificada Alemania y alejada del todo (o casi al menos) la posible “amenaza” de los antiguos países de la zona soviética (riesgo estratégico para la frontera este de la UE) es difícil encontrar argumentaciones para nuevas adhesiones que tengan algo más que un valor “mercantil”. ¿Noruega fuera y Turquía dentro? Seguramente este dilema daría lugar a reflexiones para otro post.
Texto: Javier Nebot
Notas:
(1) No sólo en encuestas. Opiniones de algunos líderes versados en estos asuntos coincidieron en esa percepción. Un ejemplo podría ser las opiniones vertidas en el artículo de EL PAIS 30/10/12 (pag.8). titulado: “Antiguos líderes de la UE defienden una mayor integración”. En él se nos cuenta cómo en una reunión que se celebró en el Instituto Berggruen de Berlín, Tony Blair advirtió ya entonces, entre otras cosas, del peligro de que Reino Unido se descolgase del proceso aunque en su opinión los euroescépticos “están en el lado equivocado de la historia” (pero han vencido) y, dentro del contexto del euroescepticismo, el autor del artículo consideraba que precisamente “la desafección de los ciudadanos hacia una Europa que algunos perciben como empobrecedora u hostil fue otra de las claves de la jornada”. Además, "El director de EL PAIS, Javier Moreno, lo planteó en términos morales. La desconfianza en las instituciones europeas o incluso nacionales - dijo - radica en que los ciudadanos “se sienten desprotegidos” ante el paro o la amenaza de perder sus prestaciones sociales”.
(2). Sobre la historia de los europeos hay infinidad de publicaciones y manuales. Para este artículo he consultado fundamentalmente: “Breve Historia de Europa” de Juan Carpentier y François Lebrun; Alianza Editorial. Madrid 1995; e “Historia de los Europeos” de Jean-Baptiste Duroselle. Círculo de Lectores. Barcelona 1990.
(3). Los movimientos a favor de “más Europa” (hacia una federalización con más cesión de soberanía y mecanismos centrales de control) han sido y son mantenidos por muchos países (entre ellos de forma manifiesta España). Pero, como no podía ser menos en un conjunto tan grande de países diferentes, también ha habido y hay países que no están dispuestos a ello.
Un caso significativo ha sido siempre el del Reino Unido que ha hecho verdaderos encajes de bolillos diplomáticos para influir en Europa pero intentando mantener sus particulares cotas de soberanía. Sin ir más lejos, Gordon Brown escenificó ya en su momento su euro-escepticismo en la firma del Tratado de Lisboa en donde firmó en último lugar.
Y también David Cameron amenazó con vetar el presupuesto de la UE o salirse de 130 normativas comunitarias ejerciendo el derecho que otorga el citado Tratado de Lisboa (Ver noticia de EL MUNDO del 18 de Octubre de 2012, pág. 37: “LONDRES AMAGA CON IRSE DE LA UE”). Los resultados de tanto amago.....al fin cuajaron cuando, en principio, casi por sorpresa....aunque ya sabemos que los de los referéndum tiene su aquel (y no es que yo esté en contra de consultas importantes a la ciudadanía, más bien estoy en contra de la falta de cualificación con la que muchas veces opinamos sobre temas complejos)
También, ahondando en este sentido, fue interesante el artículo de José Ignacio Torreblanca que se publicó en EL PAÍS del 26 de Octubre titulado “BREXIT” en donde ya señalaba cómo crecían las voces que adviertían de una posible salida del Reino Unido de la Unión Europea:. “Tras una década de reformas institucionales, existía en Europa un amplio consenso acerca de que el Tratado de Lisboa (2009) marcaba el máximo de integración al que llegaría la UE. La UE a 27, se pensaba, era tan grande y tan diversa que había tocado techo, lo cual convenía sumamente a los intereses de Reino Unido, siempre receloso de ir hacia más integración” y “Hace una década, Schröder en Alemania y Blair en Reino Unido, compartían una agenda reformista. Hoy, por el contrario, sus sucesores conservadores, Merkel y Cameron, carecen de una agenda común y tampoco comparten una visión de política exterior y de seguridad que les pudiera mantener unidos por fuera del euro”.
Los hechos han superado, tristemente, todas las previsiones en este sentido.
Por descontado, los líderes de la UE adoptan posturas pro-europeas y afirman que “como salida a la actual crisis de la deuda y financiera, la Unión Europea debería enfilar la senda de unos Estados Unidos de Europa”.
También José Manuel Durao Barroso (ex-presidente de la Comisión europea) expresaba no hace tanto opiniones parecidas en la entrevista publicada por EL PAÍS SEMANAL “El proyecto europeo no puede ser ni tecnocrático, ni burocrático, ni siquiera diplomático, sino democrático:la integración europea, precisamente porque la integración económica en la zona euro es indispensable, DEBE COMPLETARSE CON UNA UNIÓN POLÍTICA y mecanismos de control democrático”.
(4) Hay una leyenda apócrifa, que atribuyen a Galdós, en la cual se contaba cómo Cánovas, en la preparación de un proyecto de Constitución para España, escribió: “Español es……todo aquel que no puede ser otra cosa”.
Si la condición de español parece eterna fuente de conflictos y divergencias no parece que la condición de ser europeo plantee tales dilemas; hasta los nacionalismos más contrarios a los marcos estatales parecen identificarse con el macro-estado europeo.
(5). Duroselle, en el libro anteriormente referenciado (pag.20) señala: “Europa ha conocido, desde la más remota antigüedad, “fases comunitarias” o épocas en las que un mismo fenómeno ha cubierto el ámbito de la Europa occidental, o incluso ha sobrepasado ligeramente sus límites. Desde la época neolítica, alrededor del año 4000 al 2000 a.C., se constata, en la mayor parte de Europa occidental, la existencia de monumentos megalíticos, sobre todo dólmenes. Para realizar estos monumentos de carácter funerario era preciso disponer de un mundo de creencias comunes y también de una misma técnica para cortar, transportar y levantar los enormes bloques de piedra: fue una fase comunitaria. En los demás lugares en que aparecen estas grandes moles líticas, muy alejadas del espacio europeo (Oriente Medio, África del Norte, Etiopia) la densidad en su distribución es mucho menor.
Enumeremos varias de esas fases comunitarias. Responden a diversos criterios (religioso, político) y tienen distinta intensidad.
-Fase de los megalitos: hacia 4000-2000 a.C.
-Fase de los celtas: siglo VI a siglo I a.C.
-Imperio Romano de Occidente: hasta siglo IV d.C.
-Imperio Carolingio.
-Cristiandad Occidental (hasta la quiebra del Cisma de Oriente): siglos X-XI.
-Fase de las catedrales góticas: siglos XII-XV.
-Fase del Renacimiento: siglo XVI (a pesar de las divisiones provocadas por la Reforma y la Contrarreforma).
-Fase de la dominación colonial, comercial, técnica, científica e industrial sobre el resto del mundo (salvo el Norte de Asia). Sólo los países de Europa occidental han tenido colonias marítimas hasta el siglo XX. Hay que tener en cuenta que, en cada uno de estos casos, la “Comunidad” no fue del todo completa: Irlanda, Escandinavia y parte de Alemania se mantuvieron al margen de la dominación romana. Tampoco los escandinavos fueron invadidos por los celtas. Los pueblos germanos llegaron a Irlanda de forma muy débil y limitada.
Europa Occidental ha asimilado tantas influencias comunes que puede compararse a un inmenso crisol. Dos fueron las más importantes en el origen, la de los celtas, pueblo agrícola por excelencia, y la de los romanos, que aportaron la administración y el derecho, las ciudades y las calzadas. A través de Roma nos llegaron las altas creaciones de Grecia: filosofía, arte, literatura, matemáticas, astronomía. La entrada de los pueblos germanos introdujo luego un sinnúmero de elementos en el concepto del poder, las costumbres, la situación de la mujer, la estrategia.
La huella judeo-cristina jugó también un papel de primer orden, especialmente en la idea del Papado, componente esencial en la ruptura entre Oriente y Occidente.
De esas múltiples influencias, unas llegaron a ser totalmente asimiladas. Otras, incluso muy considerables, no han llegado a una fusión generalizada. Es este el caso de los árabes que actuaron sobre Europa, bien como conquistadores –España, Sicilia- o como revulsivos del espíritu europeo: las Cruzadas.”
(6). La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 sería el inicio de una transformación social y política que afectaría al mundo entero.
(7). Sobre los intentos de incluir el cristianismo como una de las características esenciales de los europeos se ha vertido mucha tinta. Por poner un breve ejemplo reseño a continuación las opiniones de algunos intelectuales europeos extraídas del suplemento EL CULTURAL (del periódico EL MUNDO 17-23 febrero del 2005). A la pregunta “¿Es posible concebir Europa sin sus raíces cristianas ni su tradición humanista?” respondían:
-Eugenio Trias: “Es importante resaltar el carácter integrador, abierto, de una Europa que posee, ciertamente, raíces cristianas de diverso carácter (luteranas, calvinistas, católicas, greco-ortodoxas), pero que sabe zanjar gravosas herencias de las luchas contra el Infiel al acertar a incorporar también a un país tan inclinado a formar parte de la Unidad Europea como Turquía (A la fecha –dic./12)Turquía no forma parte de la UE, aunque en la fecha en la que se escribió el artículo eso parecía muy cercano). De ese modo, a su vez, puede conseguirse que el lamentable pleito bélico, diplomático y político que marca la relación de los últimos tiempos entre ese país y Grecia pueda hallar una superación por elevación, o desde arriba”.
-David Lodge: “Europa no puede entenderse sin su historia y su historia ha sido cristiana durante la mayor parte de los últimos dos mil años. El cristianismo se refleja en la arquitectura de nuestras ciudades, en las obras de arte de nuestros museos, en nuestras tradiciones literarias e incluso en nuestro calendario. Pero el cristianismo parece estar muriendo como fe religiosa en las naciones más ricas y más poderosas de Europa, mientras florece en las zonas más desfavorecidas. Es incompresible que la Constitución haya sido formulada en términos completamente seglares (Constitución que como sabemos no se aprobó aunque por otros motivos). Quizá sea la mejor manera de asegurar que personas que llegan a Europa con sus propias y fortísimas creencias religiosas puedan aprender a aceptar la separación entre Iglesia y Estado, que ha demostrado ser la mejor garantía de la libertad de credos y de expresión en las sociedades modernas”
-Peter Sloterdijk: “Las culturas brotan de los manantiales, no de las raíces; por ello son más parecidas a los torrentes que a las plantas. En el torrente europeo actual, el afluente cristiano ha pasado a ser un pequeño arroyuelo. Es comparable al juicio de Dios sobre el cristianismo histórico. Sus días como reinante benefactor de consuelo y temor han terminado. Sería inútil pedirle a un manantial seco que manara con más fuerza. Lo que actualmente fluye imparablemente son las corrientes que nacen de la elucidación del cristianismo en la Edad Moderna. Europa es fuente de numerosas revueltas contra la miseria; construye un gran estudio para la producción de imágenes de la buena vida. En nuestra permanente revolución laica contra la desgracia, las inspiraciones cristianas de antaño son bien acogidas. Cuando Marx antiguamente enseñaba la ira revolucionaria, se derrocaron todas las circunstancias en las que el hombre era una criatura despreciable, pobre y abandonada y luego, irónicamente, la democrática y reformista Europa es la más ha hecho por realizar esta consigna.”
-Gilles Lipovetsky: “Entiendo que sería un grave error que la Constitución Europea hiciera alusión a los orígenes cristianos de Europa, incluso si el cristianismo forma parte de la matriz europea, porque a esa dimensión cristiana tradicional se añadió un discurso pos teológico que tomó cuerpo en la Ilustración, dando carta de naturaleza a una tradición de laicidad que constituye la esencia de nuestra modernidad. A partir de la Ilustración el pensamiento político europeo defendió la existencia de un humanismo laico más allá de las diferentes creencias religiosas, que por supuesto, debían ser respetadas, y enmarcadas en la esfera de lo privado. En Francia, después de la Revolución francesa el laicismo adquiere legitimidad gracias a un arsenal de leyes que irán evolucionando en el tiempo hasta culminar en 1905 con la Ley de Separación entre las Iglesias y el Estado. El principio de separación entre los diversos cultos y el Estado no tiende a destruir las creencias individuales, sino que contribuye a la tolerancia, a la afirmación de que ninguna “revelación” es superior a otra e instituye la exigencia de que ninguna fe religiosa debe inspirar las decisiones políticas. Negar esta separación entre lo teológico y lo político sería dar marcha atrás en los valores de la modernidad que sustentan las democracias europeas”.
(8). Sobre este cambio de mentalidad resulta sobresaliente la magnífica obra autobiográfica de Stefan Zweig “El mundo de ayer” (Acantilado. Barcelona 2011).
También Philipp Bloom refleja con claridad el fin del proceso de eterno “encantamiento” que supuso el aparente progreso sin fin del siglo XIX y que, lamentablemente, acabo con la PGM (Bloom, P. “Años de vértigo” Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914”. Anagrama. Barcelona 2010).
(9). 1949: Declaración de Schumann y Monnet para integrar la producción franco-alemana de carbón y el acero. En 1951 se firmaría el Tratado de París por el que nacería la CECA. En 1957: Tratado de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM). En el mismo año se firmaría también el Tratado de Roma, en el que se plantea establecer un Mercado Común.
(10). Apuntes del Seminario. Referencia al Tratado de Lisboa: “Se configura una Europa de derechos y valores, libertad, solidaridad y seguridad que potencie los valores de la Unión, conceda rango de derecho primario a la Carta de los Derechos fundamentales y garantice nuevos mecanismos de protección de los ciudadanos”.
Resulta interesante el artículo de Jordi Vaquer en EL PAIS del 23 de octubre del 2012. Titulado “EL SUEÑO EUROPEO” : "Pero el Nobel supone un punto final a la narrativa que sustentó la integración de Europa durante seis décadas: la paz, la reconciliación entre viejos enemigos y la reunificación del continente. La enorme mayoría de europeos no tenemos ya recuerdos de la guerra y la posguerra; incluso las dictaduras que oprimieron a los países mediterráneos y del Este son para muchos materia de libros de historia y documentales. Tras este merecido y tardío galardón debemos encontrar juntos una nueva razón para continuar apoyando el proceso integrador” y continua “ Algunos proponen mirar al pasado y ver no solo la superación de las guerras que asolaron el viejo continente, sino también el valor de una identidad y una cultura comunes, resultado de nuestra historia y nuestro legado filosófico. Según sus preferencias ideológicas, unos apuntarán al legado judeo-cristiano o al greco-romano, otros mencionarán la Ilustración o la era imperial. En un continente diverso en creencias y orígenes, transformado por la ciencia, el librepensamiento y la inmigración, no parece que la búsqueda de las esencias vaya a llevar muy lejos como justificación del proyecto integrador”. Aunque, sin esas esencias, Europa NO tiene identidad.
(11). Países en principio lejanos a los parámetros europeos como es el caso de Turquía emprendieron unos procesos de profundas reformas cara a ser candidatos a la EU.
No podemos olvidar tampoco nuestro “caso”: España tuvo que hacer una enorme transformación institucional para adaptar un estado dictatorial a las formas democráticas exigidas. Visto con perspectiva parece casi increíble que en sólo una década se saliese de una dictadura de casi cuarenta años y se pudiese homologar de igual a igual con el resto de los países europeos. Lo mismo podríamos decir de los países procedentes del antiguo telón de acero, que tuvieron que transformarse radicalmente para poder homologarse como democracias occidentales.
(12). El ejemplo del “club·, varias veces mencionado en el seminario, me pareció claro y elocuente para reflejar de forma sencilla muchas de las circunstancias que se dan en la UE. En los apuntes entregados a los asistentes se señalaba en la pagina 31: “Se mantiene la exigencia de:
-1) Instituciones estables que garanticen estados de derecho democráticos, derechos humanos y de las minorías.
-2) Economía de mercado y viable, capacidad competitiva y de integración en el mercado interior y a medio plazo en la eurozona.
-3) Capacidad de asumir las obligaciones jurídicas y económicas de la adhesión.”
(13). José Antonio Marina. “Teoría de la inteligencia creadora”. Anagrama. Barcelona 2011.
(14). Antes he referenciado el caso inglés, pero también se puede señalar el de buena parte de las poblaciones de Francia o Países Bajos –que no ratificaron el proyecto de constitución europeo- o de Rumanía, como se podía ver en el artículo de EL PAÍS del domingo 9 de diciembre del 2012 titulado “RUMANIA, LA PIEZA QUE CHIRRIA EN LA UE: hoy se celebran elecciones parlamentarias entre la indiferencia de la población. Los rumanos esperan que Bruselas fuerce a sus políticos a emprender reformas”.
(15). Me parecen muy interesantes las reflexiones de Juan Fernando López Aguilar en su artículo “Democracia defectiva y fatiga constitucional” (EL PAÍS 8 de Diciembre de 2012). En él –coincidiendo plenamente con mis puntos de vista- señala: “El déficit democrático es, con seguridad, el tema de más larga data de la construcción europea. Hablar de él cansa incluso a quienes lo denuncian y alertan de su empeoramiento” y continua: “En el despliegue de ese déficit computan diversos sumandos: A) la CEE arrancó en la historia como un mercado común con objetivos económicos. Solo posteriormente perfiló, a base de “pequeños pasos”, su dimensión política y constitucional, abriéndose a la discusión sobre su legitimación en la voluntad popular. B) La arquitectura de la UE es hoy única en su género. No reproduce el esquema de “separación de poderes” atribuido a Montesquieu, pero tampoco replica ninguna de las estructuras de los Estados miembros (EEMM). Aunque es obvio que todos son países democráticos, la idea de democracia en la UE no es réplica ni imitación de la de ninguna de sus partes, sino el resultado imperfecto de influencia heteróclitas y de la integración de su complejidad. Ello acentúa el carácter “defectivo” de la democracia en la UE: se ejerce más por “transferencia” – o acaso por “inferencia”- que de manera directa. C) Esta originalidad explica la resistencia a las urdimbres de la representación en Europa respecto a las practicadas por los ciudadanos europeos en sus países de origen. Sea por la influencia de nuestros prejuicios nacionales, sea por comparación con lo que presumimos que es nuestro respectivo “ideal de democracia”, la UE no ha sabido evitar parecer un adefesio o un monstruo de Frankenstein cosido a retales, y superviviente de sucesivas intervenciones quirúrgicas y electrochoques, cuando no partos de los montes que acaban alumbrando un ratón. D) Los llamados criterios de Copenhague (respeto al Estado de derecho, democracia representativa y derechos fundamentales) se exigen a todo candidato a la adhesión a la UE, pero, una vez dentro, no existe control de calidad: en los EEMM se producen deterioros y olas de populismo crecientemente agresivo, autoritario y eurófobas."
(16) Los esfuerzos de muchos intelectuales por ofrecer alternativas al liberalismo imperante son notorios. Análisis y propuestas exceden generalmente el marco geográfico y van más a planteamientos sobre la calidad de los valores. En este sentido me parecen interesantes los estudios de Martha C. Nussbaum (“Sin fines de lucro” Ed. Kazt. Buenos Aires 2012; “Crear capacidades” Ed. Paidós. Barcelona 2012); Christian Felber (“La economía del bien común”. Ediciones Deusto. Barcelona 2012); Zygmunt Bauman señala los cambios producidos en muchos aspectos por la globalización (“Tiempos líquidos: vivir en una época de incertidumbre”. Ensayo Tusquets. Barcelona 2009).
Más focalizado en la situación española Vicenç Navarro ofrece sus propuestas de bienestar social en “Hay alternativas” Ed. Sequitur. 2012.
(17) Josep Ramoneda describía bien la situación en su artículo “La Europa del miedo” (EL PAÍS 21/10/12)
“Las directivas de Bruselas –surgidas directamente de los oscuros despachos de los distintos comisariados y los lobbies que les rodean- han contribuido a minimizar el papel de los Parlamentos nacionales y de las leyes que de ellos emanan. La autoridad de los países más fuertes –y en especial del siempre temible poder prusiano- han convertido a los demás gobiernos en comparsas que luchan permanentemente por el reconocimiento. ¿Dónde queda la ciudadanía? ¿Por qué caminos puede hacer hoy oír su voz?”
(18). Herodoto, cinco siglos antes de Cristo, ya comentaba “en cuanto a Europa, no parece que se sepa de dónde ha sacado su nombre ni quién se lo ha dado”, y esa incertidumbre se ha mantenido durante siglos a la hora de qué considerar territorio europeo y qué no.
(19). En el periódico EL PAÍS de 23-12-12 ya se refería a cómo Inglaterra parecía augurar su posible salida de la UE, sin que que dicha posible salida generase una conmoción entre sus socios, cosa que, evidentemente, si ha sucedido y nadie en la UE que nadie ha podido evitarlo.
(19). En el periódico EL PAÍS de 23-12-12 ya se refería a cómo Inglaterra parecía augurar su posible salida de la UE, sin que que dicha posible salida generase una conmoción entre sus socios, cosa que, evidentemente, si ha sucedido y nadie en la UE que nadie ha podido evitarlo.
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