-continuación-
El primer paso implicaría tener la atención en alerta ya que hay que captar bien lo que realmente “podemos” experimentar: “Nos guste o no, cada uno de nosotros ponemos límites a lo que podemos hacer y sentir. Ignorar dichos límites conduce a negar la acción y, más adelante, al fracaso. Para alcanzar la excelencia debemos entender primero la realidad de cada día, con todas sus exigencias y frustraciones potenciales. En muchos de los antiguos mitos quien quisiera lograr la felicidad, el amor o la vida eterna, tenía que atravesar previamente las regiones del averno” (7).
Me parece un punto de partida esencial aunque para muchos sea, probablemente, bastante árido. Lejos de los “pensamientos mágicos” y de las conceptualizaciones light de muchos libros de auto-ayuda, el universo NO se confabula para ayudarnos: Tenemos que poner los pies en la tierra e intentar descifrar los mecanismos particulares con los que funciona la realidad que nos ha tocado vivir. Podemos ponernos anteojeras y agarrarnos a ensoñaciones idealistas, eso –quizás- nos ayudará a evadirnos, pero no contribuirá en modo alguno a que seamos capaces de poner los cimientos para una buena vida. Además parece evidente que, nos guste o no, si es innegable que hay algunos parámetros que son coincidentes en todos los seres humanos (al menos
a grosso modo: los ciclos de descanso, producción, consumo e interacción), también lo es que hay otros cuya incidencia marca diferencias esenciales: “cómo vive una persona depende en gran parte del sexo al que pertenezca, la edad que tenga y la posición social que ocupe. La circunstancia del nacimiento sitúa a una persona en un lugar que determina en gran medida el tipo de experiencias que conformarán su vida” (8). No podemos ignorar este punto de partida aunque, evidentemente, eso no significa que haya un determinismo insalvable: independientemente de que fuésemos capaces de conocer los detalles de muchos esos parámetros externos (fijados o no) de las circunstancias vitales de alguien, ello no nos permitiría nunca profetizar sobre cómo sería su vida. No sólo por la gran cantidad de factores incontrolables que están en movimiento por puro azar sino porque el propio individuo puede ejercer voluntariamente cambios en principio no previsibles y enfocar los retos que le plantee su existencia de forma diferente a lo esperado. Hay siempre en el ser humano un elemento de flexibilidad mental que lo aleja de ese determinismo instintivo del que no pueden huir los animales.
Para Csikszentmihalyi “vivir significa experimentar a través del hacer, del sentir y del pensar. La experiencia tiene lugar en el tiempo, así que el tiempo es el recurso verdaderamente escaso que tenemos. A lo largo de los años el contenido de las experiencias determinará la calidad de vida y, por ello, una de las decisiones más esenciales que podemos tomar tiene que ver con cómo invertimos o a que dedicamos el tiempo” (9).
Probablemente, una decisión difícil pero prioritaria para enfocar nuestra vida hacia ese camino que todos anhelamos y que muchos coinciden en llamar felicidad. Ésta no cae del cielo: implica conciencia, decisión, voluntarismo y, en muchas ocasiones, esfuerzo (diferente sería, claro, si hablamos sin más de experiencias placenteras pero, creo que ya ha quedado claro desde el principio, que el ser humano aspira a más). Evidentemente, como ya hemos visto las limitaciones concretas impuestas por la vida de cada uno (por cuestión de raza, sexo, cultura, clase social etc.) son innegables y restringen el marco de actuación, pero siempre queda algo en nuestro ámbito personal que nos da cierto control y nos permite incidir en cómo llenamos parte de nuestro tiempo.
Según los datos analizados por Csikszentmihalyi, los porcentajes sobre en qué actividades utilizamos el tiempo varían mucho de una sociedad a otra, sin embargo, referidos a la occidental, se pueden determinar tres grandes bloques que permiten mostrar una pauta bastante certera de cómo se utiliza el tiempo en una cultura como la nuestra: Actividades productivas (Trabajar, estudiar etc.) entre el 24/60%; actividades de mantenimiento (Tareas domésticas, comer, conducir, etc.) entre el 20/42%; y actividades de ocio (Televisión, lectura, aficiones, deporte, vida social etc.) entre el 20/43%. Las horquillas tan amplias de porcentajes se justifican porque éstos varían mucho en función de la edad, el sexo, la clase social y las preferencias personales, aún así ofrecen una imagen bastante aproximada de cómo utilizamos el tiempo en Occidente y también sobre la manera en que invertimos nuestra energía psíquica. “El tiempo libre que queda al margen de las necesidades productivas y de mantenimiento es tiempo libre, ocio, que constituye una cuarta parte del tiempo total. Según muchos pensado-res del pasado, los hombres y las mujeres sólo podían realizar su potencial cuando no tenían nada que hacer. Los filósofos griegos afirmaron que es durante el ocio cuando nos hacemos verdaderamente humanos por poder dedicar tiempo al desarrollo de uno mismo: al aprendizaje, a las artes y a la actividad política” (10).
No parece que el ideal de los filósofos griegos sea precisamente el que predomine hoy en día en la utilización de nuestro ocio. Muchas estadísticas confirman la pasividad en la que generalmente nos movemos y sitúan el ver la televisión como una de las ac-tividades principales para un porcentaje altísimo de personas. Eso no quiere decir que no haya individuos, por descontado, que incorporen en su cotidianeidad otras maneras de ocupar su tiempo de ocio: el desarrollo de aficiones, la práctica de deportes y las actividades lúdicas y culturales están –a dios gracias- también en el repertorio pero, por lo que indican los datos, ver televisión se lleva la palma devocional: “Nada de lo que hombres y mujeres han hecho hasta ahora durante los millones de años de evolución ha sido tan pasivo y adictivo por la facilidad con la que atrae la atención y la mantiene…….Los defensores de este medio afirman que la televisión proporciona todo tipo de información interesante. Esto es verdad, pero también es mucho más fácil producir programas excitantes que contribuir al desarrollo personal del espectador; es muy improbable que lo que ve la mayoría de la gente le ayude a desarrollar el yo” (11).
Si asumimos –como parece razonable hacer- que nuestra vida se desarrolla dentro de los tres parámetros que nuestro autor ha señalado (producción, mantenimiento, ocio) y que toda nuestra energía psíquica se invierte –de una manera u otra- en ellos, resulta imperativo que nos responsabilicemos sobre lo que escogemos hacer y sobre cómo lo enfocamos porque de ello dependerá que eso que denominamos la “vida” sea algo indeterminado, soso, o sin forma, o algo de lo que estemos –al menos hasta cierto punto- orgullosos y satisfechos.
Ahora bien, lo que “hacemos” no es lo único que determina nuestra existencia, Csikszentmihalyi señala con acierto que no podemos obviar lo que “somos” ni tampoco el cómo nuestra vida está muy influenciada por otras personas, estén o no presentes en la misma. Con todo, y siendo la sociabilidad del ser humano innegable, ésta varía mucho –tanto en sus formas, como en su profundidad- de una cultura a otra. No sólo Csikszentmihalyi, estudiosos como José Antonio Marina –y con él otros muchos intelectuales- han incidido mucho en las obvias diferencias existentes entre una cultura u otra a este respecto. El grado de vinculación, de influencia e interdependencia personal, que se da entre los individuos de las culturas asiáticas -por poner un ejemplo- versus los individuos de culturas occidentales, es muy, muy diferente. Lo que psico-analíticamente llamamos super-ego es, en ellas, mucho más potente de lo que se observa en Occidente, en dónde la cultura que hemos generado potencia extraordinariamente el individualismo del yo. Esta diferente vivencia del compromiso interpersonal influye, sin duda, en la manera en cómo nos relacionamos en los diferentes círculos sociales que nos movemos (sucintamente: los otros, los parientes y en nuestra propia soledad) y determina también muchos de nuestros sentimientos y de nuestras acciones cara a tener una percepción satisfactoria de nuestra vida, por lo que conviene ser consciente de ello y tenerlo en cuenta a la hora de ir sumando piezas al particular puzzle de nuestra calidad de vida.
Csikszentmihalyi después de exponer cómo utilizan su tiempo en general las personas, cuánto tiempo pasan con los demás y cómo se sienten sobre lo que hacen, se cuestiona –cómo buen científico- sobre cuáles son las pruebas en que se basan las afirmaciones que avanza.
La forma predominante de investigación se basa en encuestas, sondeos e informes de empleo del tiempo. Él, concretamente, desarrolló en la Universidad de Chicago, lo que se llamó el muestreo de experiencias (MME), un amplio programa de investigación en el que se evalúa a miles de personas sobre los esta-dos de conciencia en determinados momentos de su vida. Los interesados en estos aspectos técnicos podrán encontrar en sus obras las referencias metodológicas precisas y concretas; si he decidido sacar a colación aquí esta cuestión se debe, fundamentalmente, porque tengo especial interés en diferenciar las conclusiones de éste estudioso de las de otros exitosos escritores que no tienen más base que su supuesta buena intencionalidad y un cierto buenismo de corte mágico. Aquí, no hay ni ángeles ni confabulaciones cósmicas. Solo deducciones de datos. Datos contrastados y contrastables.
Hasta ahora me he referido al marco –realista- de actuación en el que debemos desenvolvernos y relacionarnos, claro que muchos lectores dirán: Vale, lo dicho parece sensato, pero todos conocemos personas que disfrutan de su trabajo y eso está muy bien, pero la mayoría sólo lo toleran y a algunos incluso les supone una verdadera fuente de sufrimiento. ¿Y en el ocio no pasa algo parecido? Hay personas que disfrutan del tiempo libre e, incluso, de la inactividad y otras, sin embargo, que entran rápidamente en el angustioso síndrome del “domingo por la tarde”, según el cual parece que el ogro del aburrimiento devora no solo el tiempo sino a uno mismo. Evidentemente es mucho más importante y da pistas de mucho mayor calado el saber cómo vivimos por dentro lo que hacemos que lo que en sí hacemos. Aquí el factor cualitativo es esencial. En este sentido las emociones, aun siendo -en cierto grado- los elementos más subjetivos de la conciencia –sólo uno sabe con exactitud, realmente, lo que está experimentando- se constituyen en unas pistas claves para valorar lo que nos sucede: “una emoción es también el contenido más objetivo de la mente, porque la visceralidad de nuestro sentimiento cuando estamos enamorados, avergonzados, asustados o felices es generalmente más real para nosotros que aquello que observamos en el mundo externo o cualquier cosa que aprendamos de la ciencia o de la lógica.” (12).
Hay muchos y buenos tratados sobre el tema de las emociones (13) y a ellos me remito si se quiere profundizar en ellas, pero resulta ineludible mencionar una división básica y clásica: hay emociones positivas (y, por lo tanto, atractivas) y emociones negativas (y, por lo tanto, repulsivas). No se trata de una valoración moral: todas las emociones son importantes para nuestra supervivencia. Son señales que debemos interpretar y ponderar dentro de un contexto concreto pero que, en una situación de emergencia, actúan como de alerta o de advertencia o nos impulsan a una conducta determinada. Para Csikszentmihalyi la felicidad constituye el prototipo de las emociones positivas (dicho así, en un sentido amplio y abarcador) (14). Casi todo lo que hacemos lo hacemos para alcanzar lo que entendemos como felicidad: “Hasta mediados de siglo los psicólogos eran reticentes a estudiar la felicidad porque el paradigma conductista, que era el que predominaba en las ciencias sociales, sostenía que las emociones subjetivas eran demasiado endebles para ser objetos apropiados de investigación científica……..pero en las últimas décadas se ha podido reconocer de nuevo la importancia de las experiencias subjetivas y se sigue con renovado vigor el estudio de la felicidad” (15), o de las emociones positivas y el bienestar psicológico. Dichos estudios han demostrado lo que algunos ya sabían: a pesar de los discursos alarmistas y pesimistas de muchos intelectuales y de algunas instituciones expertas en recalcar la percepción de la vida como un “valle de lágrimas”, la mayoría de la gente se siente feliz (16). No se trata tanto de obviar las aportaciones de los intelectuales que han reflexionado sobre la capacidad que tenemos los individuos y las sociedades para el auto-engaño, sino de dar cierta prevalencia y confianza a las opiniones intimas de la gente, al menos –tal y como hace Csikszentmihalyi-, cuando éstas se brindan voluntaria y altruistamente a compartir experiencias y vivencias cara a su estudio y su investigación. En una línea similar las investigaciones recientes confirman que la relación entre el bienestar económico y la felicidad -o la satisfacción ante la vida- es más pequeña de lo que la fantasía popular acostumbra a considerar: “más allá del umbral de la pobreza, tener recursos adicionales no aumenta apreciablemente la probabilidad de ser felices” (17).
Tampoco se puede olvidar en el particular constructo de la felicidad que los datos demuestran que determinadas cualidades personales parecen estar relacionadas con la cantidad de “felicidad” (bienestar) que los individuos parecen experimentar (18): parece evidente que una persona sana, extrovertida, razonablemente segura de sí misma, con un matrimonio estable y creyente es más probable que reconozca ser feliz que no otra que esté llena de achaques, sea introvertida, esté divorciada, sea atea etc. Pero estas obviedades – que condicionan en cierta medida la realidad, no ya solo en función de cualidades, sino por el hecho de estar dentro del paradigma social vigente- deben ser tomadas con cierta cautela y es el mismo Csikszentmihalyi quien señala la necesidad de ser prudentes debido a que se tiene constancia clara de la reticencia por parte de muchos para admitir que son infelices: “por mucho que una vida pueda estar vacía, la mayoría de las personas serán reticentes a admitir que son infelices. Además, esta emoción es más una característica personal que algo debido a la situación. En otras palabras, con el tiempo algunas personas llegan a percibirse como personas felices con independencia de las condiciones externas, mientras que otras llegan a acostumbrarse a sentirse relativamente menos felices, más allá de lo que les suceda” (19).
En cualquier caso las diferentes emociones positivas ayudan a potenciar el conglomerado que ayuda a sentirse feliz y en este sentido no podemos considerar la felicidad como el único factor de calidad de vida: “Si no se desarrollan metas que den sentido a la propia existencia, si no utilizamos la mente a pleno rendimiento, entonces los buenos sentimientos llenan una fracción del potencial que poseemos” (20). Entroncar la satisfacción con el sentido vital y el ansía de mejora que implica el desarrollo del potencial que todos tenemos, aleja a la vida del sentimiento de trivialidad y lo otorga un especial valor.
Sobre esta base, Csikszentmihalyi considera que las emociones negativas (tristeza, miedo, ansiedad, aburrimiento etc.) producen entropía psíquica en la mente (la atención se dispersa en su intento de reconstruir cierto orden interno), mientras que la emociones positivas (felicidad, fuerza, actitud alerta etc.) generan estado de negentropia psíquica, en los que al no dispersarse la energía psíquica en nuestros rumiamientos internos, ésta fluye libremente hacia dónde decidamos. Es muy importante para este autor constatar la profunda interrelación que se da entre intención, meta y motivación ya que son muestras de la negentropia psíquica: Cuando tomamos la decisión de iniciar una tarea o actividad, lo hacemos porque tenemos una intención concreta o nos hemos puesto una determinada meta, y a partir de ahí, centramos nuestra atención en lo que nos hemos propuesto.
En todo este proceso la energía psíquica se concentra y focaliza estableciendo toda una serie de prioridades y ayudando a crear de esta forma, orden en la conciencia. Esto hace que los procesos mentales no se deterioren tan rápidamente y que tengamos la sensación de que estamos construyendo algo.
Incluso las más pequeñas metas introducen un matiz de orden interno que es muy valorado por la mayoría de la gente: “Bastantes pruebas demuestran que la mayoría de las personas se sienten mejor cuando lo que hacen es voluntario y peor cuando lo que hacen es obligatorio. La entropía psíquica es mayor, por el contrario, cuando las personas sienten que lo que hacen está motivado por no tener nada mejor que hacer. Así, tanto la motivación intrínseca (quererlo hacer) como la motivación extrínseca (tenerlo que hacer) son preferibles al estado en que uno actúa por defecto, sin tener ninguna clase de meta en la que centrar la atención” (21).
La diferencia entre una intención o una meta es el plazo de actuación.
En la primera centramos nuestra energía psíquica a corto plazo, mientras que en la segunda dilatamos el proceso en el tiempo y podemos hablar de medio o largo plazo. Lo que forja nuestra personalidad, lo que nos da una impronta determinada como personas, parece estar más vinculado con las metas que con las intenciones. Las metas actúan como elementos sustentadores de un yo coherente y determinan en buena medida la propia autoestima (teniendo siempre cuidado de ponderar la viabilidad de las metas elegidas: no por ponerse metas inalcanzables se obtiene mayor autoestima: sin duda ésta proviene más del éxito en pequeñas metas que de las expectativas desmesuradas). Una postura sensata implica un serio análisis de las raíces de las propias motivaciones y escoger aquellas metas que intuyamos como las mejores para nosotros, que sintamos que realmente introducen orden en nuestra conciencia y que estén, en lo posible, dentro del contexto sociocultural en el que hemos nacido y en el que nos vamos a desenvolver.
Dentro de todos estos procesos de reconocimiento, valoración y decisión es muy importante para nuestro autor algo tan aparentemente sencillo como enfocar la atención: “sin focalización, la conciencia se halla en un estado de caos. El estado normal de la mente es de desorden informativo, pensamientos aleatorios se expulsan entre sí en lugar de alinearse en secuencias lógicas y causales. A menos que uno aprenda a concentrarse y sea capaz de invertir ese esfuerzo, los pensamientos se dispersarán sin alcanzar ninguna conclusión” (22). Parece una verdad de Perogrullo pero, quizás por tanto oírla, se ha infravalorado durante mucho tiempo su importancia; solo recientemente se ha dado un giro y es ahora cuando parece que muchos teóricos reivindican su decisivo valor y se tiene ya consciencia de que exige un esfuerzo notable que hay que incentivar, especialmente si no va al hilo de lo que las emociones o las motivaciones nos requieren: Si las tres cosas coinciden hay muchísimo terreno ganado para acercarnos a ese territorio deseado del sentirnos bien y felices, sino será mucho más dificultoso acercarnos a la meta deseada. Pero para Csikszentmihalyi, no solo la atención, también la inteligencia juega un papel decisivo en esas pautas que quiere brindar hacia la felicidad, pero no la inteligencia entendida como la mera capacidad para “pensar” sino como el complejo producto de diferentes habilidades cognitivas: “La inteligencia tiene que ver con una gran variedad de procesos mentales, por ejemplo, con qué facilidad puede uno representar y manipular las cantidades en la mente o hasta qué punto se es sensible a la información contenida en las palabras. Pero, como ha señalado Howard Gardner, es posible ampliar el concepto de inteligencia para incluir la capacidad de diferenciar y utilizar todo tipo de información, incluidas las sensaciones musculares, los sonidos, los sentimientos y las formas visuales” (23).
¿Por qué incide en este aspecto? Por algo muy sencillo y relacionado con lo dicho anteriormente: difícil desarrollar los talentos innatos potenciales si no se puede controlar la atención. Aprender a concentrarse se convierte, pues, en una parte esencial de ese control de la energía psíquica que redundará posteriormente en nuestra capacidad de vivir experiencias altamente satisfactorias y en el inevitable y necesario proceso de reducir los niveles de entropía de nuestra conciencia. ¡Se trataría de alcanzar ese peculiar y extraño momento en el que corazón, voluntad y mente se sienten en armonía! Por desgracia es más común todo lo contrario: los deseos van por un lado, las intenciones por otro y los pensamientos desbarajustados por otro, alejándonos de la percepción de auto-control que tanto contribuye a que podamos dotar de sentido a nuestras experiencias. Sin embargo –salvo en casos de neurosis muy graves- siempre podemos encontrar situaciones o actividades en las que percibimos que nuestra atención se focaliza, muestra motivación se siente estimulada y nuestra mente se centra: el cultivo de una afición, la práctica de un juego, un buen libro o una interacción con el ordenador –o cualquier otra actividad por la que sintamos pasión- nos puede deparar momentos de absorta concentración y de inmersión completa, que consiguen, incluso, relativizar nuestro sentido del tiempo y nos hacen sentir plenos, centrados.
Csikszentmihalyi considera que lo que tienen en común todos esos momentos es que la conciencia está llena de experiencias y que éstas están en perfecta armonía entre sí. No se trata de “forzar” a que algo predomine o atender a requerimientos que nos distraen, al contrario, parece que todo encaja dentro de la misma línea de atención y se produce lo que al ha decido denominar estados de fluidez.
Si se decidió por esta terminología fue porque muchas de las personas que colaboraron en sus estudios definieron la sensación de plenitud y satisfacción que sentían en muchas de estas situaciones como algo “fácil”, sin esfuerzo, que fluía, incluso a pesar, de que muchas veces la actividad mencionada sí requería un esfuerzo previo o sostenido. Para Csikszentmihalyi, “el fluir tiende a suceder cuando una persona tiene por delante una serie clara de metas que exigen respuestas apropiadas. Es fácil entrar en este estado en juegos como el ajedrez, el tenis o el pocker, porque tienen objetivos y normas de acción que posibilitan que el jugador actúe sin cuestionar lo que tiene que hacer y cómo. Durante la duración de la partida, el jugador vive en un universo independiente en el que todo es blanco o negro. La misma claridad de metas se produce cuando se participa en un rito religioso, se toca una pieza de música, se teje una alfombra, se crea un programa de ordenador, se escala una montaña, o se practica la cirugía. Las actividades que inducen los estados de fluidez pueden llamarse “actividades de flujo” “(24). Una de las grandes ventajas de este tipo de actividades, en contraste con la vida cotidiana, es que los objetivos y las reglas para conseguirlos quedan meridianamente claros y compatibles entre sí. No hay terrenos ambiguos por lo que siempre queda muy claro si se está –o no- actuando perfectamente cara a la consecución del objetivo. Se eliminan pues los factores de incertidumbre que tanta energía consumen en situaciones convencionales y, al no existir estos, las capacidades de una persona se vuelcan radicalmente en el reto propuesto, contribuyendo con esta focalización – y si se cumplen algunos requisitos más- a que se produzca el ansiado estado de fluidez. Claro que nada se consigue si no se da el adecuado equilibrio de factores: cuando los desafíos son demasiado altos (voy a correr un maratón sin haber corrido nunca antes; voy a estudiar una carrera universitaria sin tener formación previa etc.) nos sentiremos muy rápidamente frustrados cuando no preocupados y ansiosos. Por el contrario si los desafíos son demasiado bajos en relación al nivel que tengamos, entraremos muy pronto en pautas de aburrimiento, desinterés y apatía. Se trata, fundamentalmente, de atinar en ese punto en el que el nivel del desafío que aceptemos implique –incluso con mucho esfuerzo- un reto de superación pero un reto que percibamos como viable y que, además, potencie y desarrolle nuestras capacidades.
En esa particular mezcla de motivación, intencionalidad, focalización y esfuerzo es mucho más fácil que se produzca un estado de fluidez que no en las experiencias ordinarias. Como bien dice Csikszentmihalyi, ”cuando las metas son claras, la retroalimentación relevante y los desafíos y capacidades se hallan en equilibrio, se ordena y se invierte plenamente la atención. Una persona que fluye está plenamente centra-da debido a la demanda total de energía psíquica. En la conciencia no queda espacio para pensamientos que distraigan ni para sentimientos irrelevantes” (25).
En un estado así, parece que uno pierde la conciencia de sí y también del tiempo pero realmente lo que se está produciendo es un sano desarrollo del yo y un funcionamiento pleno del cuerpo y de la mente. Es en el desarrollo de estos estados de flujo en donde nos especialmente bien, en donde se produce la sensación de una vida plena y la percepción de que esta tiene verdadera justificación en sí misma; “es esta total implicación en el flujo, más que la felicidad, lo que hace que una vida sea plena. Cuando fluimos no es que seamos felices, porque para experimentar la felicidad debemos centrarnos en nuestros estados internos, y esto distraería la atención de la tarea que tenemos entre manos……sólo después de haber completado la tarea tenemos tiempo para mirar hacia atrás, considerar lo que sucedió, y es entonces cuando nos vemos inundados de gratitud por la plenitud de esa experiencia; es entonces cuando podemos afirmar que somos retrospectivamente felices. Pero no se puede ser feliz sin las experiencias de flujo” (26). Experimentar esos estados de flujo conduce inevitablemente a una mayor complejidad y a un crecimiento constante de la conciencia y esa sensación, el disfrute que experimentamos al sentirnos en pleno desarrollo de nuestras potencialidades, es un tipo de felicidad bastante más perdurable en el tiempo (y en nuestra memoria), a la vez que es mucho más dependiente de nosotros mismos que de la idoneidad de las circunstancias externas o de lo que nos quiera sugerir los cantos de sirena de los anuncios publicitarios.
Conclusiones.
Probablemente, la conclusión principal que podemos extraer de la lectura –de todo punto recomendable- de los trabajos de M. Csikszentmihalyi, es que la anhelada felicidad no está en el limbo de la imaginación ni en el consumo constante (ni de cosas ni de experiencias) que muchas veces se nos propone como paliativo a una vida sosa, ni siquiera está en la acumulación de experiencias gratificantes (aunque estas no sean en absoluto desdeñables). Esforzarse por encontrar en situaciones concretas el punto de fluidez puede ser el camino más adecuado –sino, al menos, el contrapeso- para que podamos considerar nuestra vida como satisfactoria y con sentido. Se trata más de un proceso, de un estado, que de una meta y para conseguirlo hay que poner los pies en la tierra, la cabeza en el cielo (el que cada uno elija), y el corazón en el esfuerzo. Centrar la conciencia y potenciar esos estados son el primer paso para nuestra felicidad. Las pinceladas propuestas aquí, creo que invitan a una profundización en las tesis de Csikszentmihalyi, (que es lo que pretendía al escribir estas líneas).
Notas:
-7. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.13.-8. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.15.
-9. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.17.
-10. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.22.
-11. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.23.
-12. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.27.
-13. Desde mi punto de vista el filósofo José Antonio Marina ha desarrollado en diversos libros un excelente análisis del mundo emocional, accesible –no ya sin dificultad sino con agrado- al lector medio. Resultan totalmente recomendables: Diccionario de los sentimos (con Marisa López Penas de coautora) (Barcelona 2011); El laberinto sentimental (Barcelona 2009) y Las arquitecturas del deseo (Barcelona 2007). Desde un punto de vista psicológico la bibliografía es –literalmente- inmensa. Considero que optar por una perspectiva o escuela puede ser prioritario en un primer momento y, a partir de mi experiencia, recomendaría aquellos autores que se consideran inmersos en las pautas de la psicología trans-personal (con Maslow a la cabeza).
-14. Robert Plutchik ofrece matices y gradaciones muy a tener en cuenta a este res-pecto, complementarias -en muchos sentidos, pero desde un enfoque diferente- a las tesis de Csikszentmihalyi.
Links a 03-05-2015:
http://soberanamente.com/la-rueda-de-las-emociones-de-r-plutchik/
http://es.wikipedia.org/wiki/Robert_Plutchik
Interesantes sobre las emociones en general los siguientes documentales (a 3-05-15):
https://www.youtube.com/watch?v=6RjEkdep5v0
https://www.youtube.com/watch?v=RoOxyF1u1GM
https://www.youtube.com/watch?v=nB_KU94UiLY
-15. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.29.
-16. Imposible desatender reflexiones como las de Marx, Sartre, p Foucault. La alienación existe (buscada o no) y la apariencia de felicidad puede ser perfectamente un autoengaño, innegable que mucha gente vive en una especie de Mundo Feliz o en una sociedad cuasi-hipnotizada como en Fahrenheit 451; Sartre denunció la “falsa conciencia” y Foucault insistió junto con otros muchos posmodernos (y neo-marxistas) en el hecho de que lo que la gente cuenta no tiene a veces mucho que ver con lo que realmente sucede, sino que se trata, más bien de un estilo narrativo. Mi experiencia profesional ahonda en esta última tesis: a la hora de realizar estudios cuantitativos de percepción de la situación social por parte de los ciudadanos, resulta evidente que hay un sesgo notable en las respuestas porque pocas personas quieren admitir ante un entrevistador desconocido que no se sienten o no son felices. Resulta muy difícil ponderar adecuadamente ese tipo de datos. Estos serian casi tan relativos como cuando se pide la apreciación sobre otras cuestiones sociales o económicas en donde, realmente, el discurso imperante en los medios acaba por sesgar la opinión popular.
En cualquier caso, y teniendo en cuenta todas estas conceptualizaciones, Csikszentmihalyi opta por da preferencia a la experiencia directa de la multitud.
-17. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.31. Esa relación ya fue estudiada a fondo por los psicólogos transpersonales. A. Maslow, dejo clara en su famosa “pirámide” de necesidades cómo, después de solventar las más primarias, el ser humano tiende a un cierto refinamiento en las necesidades superiores o más complejas, que se puede colmar de muy diferentes formas. El ansia incontrolada y permanentemente in-satisfecha de una necesidad en concreto es lo que constituye la base de muchas neurosis.
-18. En este sentido, y a pesar de lo que dice nuestro autor, creo que los datos no son concluyentes por la extraordinaria dificultad que existe en valorar la adecuada interrelación de todas las variables.
-19. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.32.
-20. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.33
-21. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.34
-22. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.38
-23. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.39
-24. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.42
-25. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.43.
-26. Csikszentmihalyi, M., Aprender a fluir, 2010, p.45.
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