lunes, 15 de junio de 2015

Opinión personal (30): Breve aproximación a la visión de la pareja en el cine de Ang Lee, Sam Mendes y Richard Linklater. 2º de 4.

Ang Lee: El banquete de bodas y La Tormenta de Hielo.
El banquete de bodas (1993) fue, como hemos vista ya, el segundo largometraje de Ang Lee. El director la presentó con éxito en el festival de Berlín de 1993 en donde compartió el Oso de Oro con otra película de nacionalidad china. Siendo una película amable, de las que se ven con facilidad y agrado –aunque, inevitablemente, no deja de notarse en ella el paso del tiempo-, tiene en su temática la impronta de una preocupación que el director taiwanés seguirá desarrollando en posteriores films: la colisión entre las viejas tradiciones chinas y la permisividad social occidental, el enfrentamiento entre lo que las buenas costumbres consideran respetable y necesario y el imperativo vital de aceptarse con libertad aunque ello signifique el desmoronamiento de lo que, hasta el momento del conflicto, se había considerado como esencial.
En clave de comedia, con algunas notas melodramáticas, la película resulta divertida sin caer en clichés excesivamente estereotipados de personajes o roles (sin negar que en ocasiones roza la caricatura, pero solo lo justo para el tempo del divertimento). La ciudad en donde se desarrolla la trama no es Nueva York por azar ya que la megápolis representa para muchos el paradigma de las virtudes y de los defectos occidentales y ofrece y es, en este sentido, la cobertura adecuada para explicar cómo el protagonista, Wai-Tung, emigrado chino (al igual que el director), es capaz de vivir sin las ataduras propias de su cultura natal, su homosexualidad y la relación sentimental estable que mantiene con otro hombre, Simón. El choque  -y el jarro de agua fría-  que recuerde la otra parte de su realidad se producirá cuando los padres de Wai-tung anuncien su visita con la intención de asistir a la boda de su hijo –con una mujer, claro-  y éste se vea en la necesidad de preparar un falso matrimonio con el que pretenderá no decepcionar a sus padres y cumplir sus expectativas. Esto desencadenará todo tipo de situaciones, algunas hilarantes y otras más bien tristes, que harán que todos los protagonistas tomen conciencia de que algo chirría demasiado como para ser auténtico. El guión tiene la habilidad de ir cambiando de registros en las dosis justas como para definir a los personajes e ir mostrando sus sentimientos a la vez que resuelve la trama sin exceso de moralina.
Sin ser una gran película, El banquete de bodas tiene la virtud de mostrar la dificultad y la problemática de las identidades bifurcadas (por la raza –relación entre personas de diferentes razas-, por la opción sexual –homosexualidad de los protagonistas- e incluso por la vinculación nacional, al tener que elegir entre los valores de la nación de origen o los de la nación de adopción). También resulta una película interesante porque en su momento habló con naturalidad de temas controvertidos como los anteriormente mencionados y sobre muchos de sus matices: la ocultación de la homosexualidad a la familia para evitar males mayores, el choque generacional entre padres (conservadores) e hijos (en principio, más progresistas), las diferencias inter-culturales entre países y razas diferentes; además el film muestra sin excesivos aspavientos cómo una pareja homosexual convive y comparte los problemas cotidianos –homologándola a cualquier otra pareja-, lejos de guetizaciones, exponiendo la necesidad básica que tenemos todos de ser reconocidos y apoyados por el entorno familiar y social.
Hay, además, en la película un cierto tono optimista, de “buen rollito”, que hace de amable visión el film y que Lee mantuvo también en su siguiente película (Comer, beber, amar -1994, (12) en dónde trataba las diferencias entre generaciones y el sentimiento de pérdida ante la caducidad de los valores del pasado) pero que, como vamos a ver en el siguiente análisis, no duró en sus demás films que sin ser necesariamente pesimistas si mostraron un análisis más frío, “diseccionadoramente” analítico, y racional (y, desde mi punto de vista, más inteligente) de la realidad, independientemente de que se trate de la Inglaterra decimonónica o de la Norteamérica de los setenta. Tanto El banquete de bodas como Comer, beber, amar fueron películas “taiwanesas”; su éxito hizo que Lee fuese reclamado por la industria inglesa para encargarse de un proyecto totalmente diferente a lo que hasta el momento había realizado. Sentido y Sensibilidad (1995) fue una verdadera oportunidad para que el director cambiase de registro: “Sentido y sensibilidad me permitió trabajar en un tipo de cine que para mí era diferente. Aprendí a trabajar con estrellas de cine, a manejar una producción de mayor escala, a trabajar con actores ingleses y en grandes estudios. Aunque no aprendí nada nuevo, excepto trabajar con un texto en inglés, me ayudó a reafirmar una vez más el tipo de cineasta que soy y quiero ser….” (13)
Esa firme convicción sobre su capacidad para mantener una mirada propia, independientemente del tipo de producción a desarrollar, fue lo que dio a su siguiente película, La tormenta de hielo (1997), un aire peculiar, de estudio casi entomológico, propio de alguien que es capaz de observar sin sentirse excesivamente implicado porque analiza una realidad que no es la suya.

-La tormenta de hielo.
Con este film (14) Ang Lee se sumergió de lleno en “territorio americano”, lo que no deja de ser curioso porque hubiese parecido más lógico –al menos teóricamente- que fuese un realizador estadounidense el que llevase a cabo semejante análisis de la familia norteamericana pero, como he señalado antes, su distanciamiento emocional le permitió afrontar el reto con éxito y, a la vista del excelente resultado obtenido, no creo que nadie pueda cuestionar la idoneidad de su dirección ni la calidad de la película.
Cambia en esta película –lógicamente- el escenario pero eso no impide que Ang Lee continúe con uno de sus temas e intereses fundamentales: el retrato de las convulsiones a las que se ve sometida, por muy diferentes motivos, la institución familiar.
El largometraje –adaptación de una novela de Rick Moody- nos presenta a dos familias WASP (Blancas, anglosajonas y protestantes) que viven aparentemente felices dentro de la confortabilidad de un alto nivel económico. Situada temporalmente en las cercanías del día de Acción de gracias de 1973 y geográficamente en un barrio de lujo de Connecticut, Ang Lee nos va mostrando los entresijos de sus relaciones por lo que podemos ir observando cómo, aunque aparentemente todo brilla como el hielo casi omnipresente en la cinta, -tanto en versión carámbanos, como en forma de amenaza de tormenta o, incluso, con apariencia de cubitos de bebida- la realidad es fría y, por eso mismo, peligrosamente resbaladiza.
A diferencia de sus otros largometrajes en los que Lee traslucía una mirada preocupada pero tierna, La Tormenta de hielo describe una sociedad que tiene todos los síntomas de haber perdido la inocencia de antaño y haber olvidado también –dentro de su nube de bienestar económico- los ingenuos ideales del american dream. Personalmente me parece que ha sido una brillante idea plantear la acción en un tiempo tan desabrido y gélido como el invierno y vincular el desarrollo dramático al avance de una tormenta porque la parábola es perfectamente válida para la sensación de desencanto que se instaló en muchos ciudadanos norteamericanos ante todo lo que estaba sucediendo en su país en esos momentos.


Estados Unidos acababa de salir de la guerra de Vietnam (perdiéndola) y Nixon –varias veces objeto de ridiculización en el film- estaba a punto de dimitir deshonrosamente de la presidencia del gobierno por el caso Watergate. El crítico cinematográfico Mark Robbins señala acertadamente como “en cierta forma, el visionado de La Tormenta de hielo parece una introducción al ensayo del sociólogo Marvin Harris, publicado en 1981 bajo el título de “La cultura norteamericana contemporánea. Una visión antropológica", donde se ponían en evidencia los actuales males de la sociedad USA: el incremento del número de divorcios, el miedo al compromiso emocional, el aumento de la delincuencia y de la violencia en general, el mal funcionamiento de las instituciones públicas etc. Eso que algunos han denominado sociedad disfuncional. Para el espectador estadounidense, La tormenta de hielo es una sonora bofetada moral, un agrio recordatorio de los males que le circundan y el origen de los mismos(15).
Criterio que comparto ya que, a mí también me parece que la película acaba por convertirse en una verdadera bofetada moral a un tipo de sociedad autocomplaciente que, en el fondo, necesita sumergirse en vodka o jugar al intercambio de parejas, más como evasión de lo que no les complace –o no quieren reconocer- que porque real-mente lo deseen.
La Tormenta de hielo empieza con el narrador, Paul (Tobey Maguire), ojeando un libro de cómics de Los cuatro fantásticos. Un inicio curioso ya que es como si quisiera iniciar la narración de la fría realidad a través de una idealización cuasi infantil en donde el mundo de fantasía de los superhéroes asume la carga de defender unos valores a los que los humanos de a pie hace tiempo renunciaron anestesiados por la crudeza y la decepción de los hechos. 
Lee nos presenta a unos personajes “proges” pero escépticos: Ben Hood (Kevin Kline) es el padre afectuoso -y aparentemente cálido- de Paul y de la cleptómana Wendy (Christina Ricci), casado con la paciente Elena (Joan Allen) y enredado, como manda la –mala- tradición pequeño-burguesa, con su vecina Janey Carver (una excelente Sigourney Weaver); probablemente sea ésta el personaje más fríamente desencantado y que demuestra menos paciencia ante los posibles enganches a fórmulas conocidas y fallidas (lanza una frase sumamente significativa a su amante (Kevin Kline) cuando éste le está contando sus cuitas competitivas: “Me estás aburriendo, ya tengo marido y no me interesa repetir ciertas cosas”).
 Ella ha llegado a la conclusión de que nada puede cambiar, al contrario del personaje de Elena (la también meritoria Joan Allen) quien, enfrascada en la represión de sus temores y sintiéndose muy infeliz, da muestras de una mayor complejidad moral (hay una escena en la que cambia opiniones con un pastor) y un cierto interés cultural (busca libros y se resiste a según qué tipos de divertimentos….aunque es cleptómana al igual que su hija). Los hijos intentan no reflejar los comportamientos de los padres, pero tampoco escapan a la sensación de que su vida patina y de hecho el desenlace más dramático del film nos lo muestra el director cuando uno de los hijos, Mickey (Elijah Wood), resulta fulminado en un accidente cuando jugaba con la realidad del entorno (muy bell-mente filmada por Lee). Este hecho actúa como un catalizador que rompe definitivamente el hielo trastocando la anomia en dolor (¿purificador?).
En este sentido La Tormenta de hielo es una película deprimente en tanto que nos muestra cómo muchas veces se quiere dar la espalda a la realidad –sobre todo si no nos gusta- pero ésta tiene el mal gusto de devolvernos siempre el feo, generalmente con algo inesperado y de suficiente calibre como para sacarnos del adormecimiento.
Quizás lo que me parece menos conseguido en el film sea la música de Michael Danna (un buen compositor por otra parte). Una música con cierto aire oriental, tipo spa asiático que supongo querrá acompañar los conatos de tormenta y la sensación de gélida calma ante los acontecimientos pero que, al menos a mí, me hace pensar en juncos tropicales y en manos habilidosas de masajista tailandesa  más que en unos tiempos de transición como los setenta.
 Supongo, también, que para un cierto público que tiene de aquella época una imagen feliz de “flower power” (¡que ilusos, dios!) , el ácido desencanto de lo que nos cuenta Ang Lee será una "sorpresa" desagradable que destruye idealizaciones, pero la visión de Lee resulta autentica…..a pesar de lo fría –y lo duramente certera- que pueda parecer.


Notas:

(12) Sobre Comer, Beber y Amar (1993):
(15) Robbins, Mark. Artículo “El lado oscuro de América”. DIRIGIDO POR nº 262, noviembre 1997. P. 53


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 Texto:Javier Nebot

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