miércoles, 17 de junio de 2015

Opinión personal (31): Breve aproximación a la visión de la pareja en el cine de Ang Lee, Sam Mendes y Richard Linklater (3º de 4)

                                 Sam Mendes: American Beaty y Revolutionary Road


Pasamos de un análisis demoledor a otro no menos demoledor, aunque algo más cálido (e irónico). Sam Mendes dirigió American Beauty (16), como ya he señalado antes, en 1999. La película comienza con la impactante declaración de su protagonista Lester Burnham (el siempre brillante Kevin Spacey): “Me llamo Lester Burnham. Este es mi barrio. Esta es mi calle. Esta es mi vida. Tengo 42 años. En menos de un año habré muerto. Claro que eso no lo sé aún. Y, en cierto modo, ya estoy muerto”. Un inicio que hace recordar al de El crepúsculo de los dioses (17), en donde también el protagonista, Joe Gillis, se presentaba como narrador post-mortem mientras nos iba describiendo un mundo anclado en el pasado y sin ninguna posibilidad de revivir.
A partir de ahí la trama va en un permanente in crescendo que augura un final poco ortodoxo pero que, desde luego, consigue que uno no tenga la sensación de estar viendo un simple film costumbrista sino, más bien, la de estar observando una ácida crítica social que va desmantelando muchos de los tópicos del american way life, probablemente para disgusto de ingenuos o de defensores de idealismos trasnochados.
Para Antonio Castro seguramente sea el personaje de Lester el que experimenta suficiente cambio interior como para acabar purificado, aunque en ese proceso sea el único muerto (toda catarsis necesita una víctima): “Lester, que aparece al comienzo como el más débil, el que ha abdicado de todo y al que sólo le queda masturbarse en la ducha o morirse de ganas de acostarse con Ángela, la rubia adolescente amiga de su hija, acabará siendo el que de alguna manera se redime, comprendiendo también que en Ángela predomina la apariencia y renunciando, por responsabilidad, a la consecución de un sueño largamente acariciado (18).

Casi en el polo opuesto se encuentra el personaje de la mujer de Lester, Carolyn (interpretado genialmente por Anette Bening). Su imagen de lo que significa el éxito es tan imperiosamente determinante que le impide ver cómo su matrimonio y su vida se van al garete. Ella asume hasta el tuétano las reglas que la sociedad exige para el triunfo, cueste lo que cueste aplicarlas en su vida e, incluso, cuando es necesario, recurre a cintas de autoayuda (¡cuántos estragos ha hecho la psicología barata!). Curiosamente es ella la que cultiva con mimo las rosas rojas que reciben el nombre de “American Beauty”, unas rosas que exigen extremados cuidados artificiales para conseguir que tengan una apariencia perfecta, lo que no deja de ser una hermosa metáfora de lo que es la vida de Carolyn  –en este sentido prototípica de la de muchas y muchos-: belleza que sólo es apariencia. Imagen de éxito, con todos los aditivos que se quiera, pero que esconde los problemas y procura maquillarlos. Hay, en este sentido, bastante paralelismo entre La tormenta de hielo y este film de Mendes: tanto el hielo como el perfume de la rosa camuflan los malos olores; el primero impidiendo olerlos, el segundo disimulándolos bajo un perfume aparentemente encantador. En ambas películas se nos muestra una sociedad que prefiere más aparentar que sanear.
El resto de los personajes van en consonancia con esta visión crítica o, al menos, descamufladora. Frank Fitts (Chris Cooper) es un coronel del ejército con tensiones reprimidas que proyecta en su hijo Ricky (Wes Bentley), el cual, a pesar de su afán por filmar la belleza (hermosa escena de la bolsa bamboleada por el viento), procura ganarse la vida traficando con marihuana. Ángela Hayes (Mena Suvari) es la mejor amiga de la hija de Lester, Jane (Thora Birch, en un papel de adolescente indolente), y una mujer suficientemente suelta como para desear acostarse con el padre de su amiga (si estuviese más cachas), demostrando tener una mayor precocidad sexual que ella.
La decisión de Lester de cambiar de rumbo totalmente su vida produce suficiente conmoción como para desatar reacciones en casi todos los miembros de su círculo, pero aquí la muerte hace, al igual que en la película anteriormente analizada, tomar conciencia. Es el disparo que acaba con la vida del narrador el que propicia nuevas reacciones en Ricky, Ángela, Jane e incluso Carolyn. Las palabras finales de Lester son dignas de ser tenidas en cuenta por el espectador: “Supongo que podría estar bastante cabreado con lo que pasó, pero me cuesta seguir enfadado cuando hay tanta belleza en el mundo. A veces siento como si la contemplase toda a la vez y me abruma. Mi corazón se hincha como un globo que está a punto de estallar…..pero recuerdo que debo relajarme y no aferrarme demasiado a ella, y entonces fluye a través de mi como la lluvia y no siento otra cosa que gratitud por cada instante de mi estúpida e insignificante vida…..”.
El ya mencionado Antonio Castro mostraba, en el mismo artículo citado anteriormente (ver nota 18), su malestar por el hecho de que se reconociesen todos los méritos de la película a Sam Mendes, como si él hubiese sido el autor total de la película. Según este crítico la industria cinematográfica norteamericana es demasiado diferente de la europea como para hablar –salvo contadas excepciones- de cine de autor y, además, Mendes fue llamado por los productores Bruce Cohen y Dan Jinks, cuando estos tenían una idea muy precisa de lo que querían hacer y contaban ya con el genial guión de Alan Ball. El director fue quien coordinó la elaboración de un guiso cuyos elementos ya estaban decididos de antemano, pero no me parece que eso reste valor a la labor de Mendes que llevó el proyecto a muy buen puerto demostrando arte y habilidad en plasmar la tesis del film: todo indica que uno no se puede fiar de las apariencias y que, en muchas ocasiones, el que parece más sano y triunfador, es, precisamente, el que está más podrido y maleado y que el que va de looser puede ser, posiblemente por no haber caído en las redes que la sociedad impone, quien demuestre mayor grado de luci-ez. Y de las redes maléficas del sistema vamos a hablar…..

- Revolutionary Road.
Revolutionary Road (2008) es una película basada en la novela del mismo nombre de Richard Yates (19), considerado en la actualidad uno de los escritores norteamericanos más emblemáticos, a la altura de un Salinger o de un Cheever.
En esta película Sam Mendes abandona el tono de sorna agridulce (no carente de causticidad) de American Beauty y se sumerge en la desesperanzadora realidad del matrimonio Wheeler, siguiendo el espíritu de la novela en la que se basa el film, que pretendía mostrar el alto grado de frustración ante el imposible ideal norteamericano y las dificultades existentes para realizarse en la llamada edad de la ansiedad.
Revolutionary Road (20) comienza con unos planos en los que se nos muestra cómo los protagonistas se van descubriendo. Una canción romántica envuelve el conjunto de confesiones que cada uno va haciendo al otro sobre sus sueños y expectativas.
Una vez casados la realidad empieza a demostrarse como lo que es: dura. La ilusión de April Wheeler (Kate Winslet) de convertirse en actriz naufraga ante el fracaso de la representación teatral en la que participa. Este fracaso –y la interpretación que de él hace su marido Frank (Leonardo de Caprio)- es mal digerido por ambos. El diálogo de los protagonistas en el coche, de regreso a casa después del estreno fallido, se convierte en un particular cóctel con altas dosis de condescendencia, incomunicación y desencuentro. La rabia, en principio comedida, acaba desatándose en mil y un reproches que reflejan muy bien la realidad frustrante y castradora que ambos proyectan en su matrimonio. A partir de ahí se inicia un constante descenso hacia los idílicos infiernos familiares, azuzados –para más presión- por las expectativas que hay puestas sobre ellos, "los simpáticos y jóvenes Wheeler", tan diferentes y prometedores.
La buena música de Thomas Newman (21) –habitual autor de las bandas sonoras de las películas de Mendes- se encarga de establecer un paralelismo inconsciente con American Beauty, en donde el protagonista confesaba sin pudor que el mejor momento del día era la paja matutina en la ducha y que, a partir de ahí, todo sería descenso.
Claro que aquí el descenso no tiene ninguna vis cómica. Las expectativas sociales van enmarañando sutilmente a los protagonistas. La llegada de los hijos implica la necesidad de conseguir una casa que esté a la altura (en boca de la vendedora de la inmobiliaria –Kathy Bates- (prototipo de los embaucadores del sistema), cualquier casa es una oportunidad, cuando no una monada –necesaria-). 
Él, desencantado y aburrido en un trabajo como el de su padre -que se había jurado no realizar nunca- alivia tensiones e infla su ego flirteando con secretarias de poca monta. Ella, frustrada en sus aspiraciones artísticas y hastiada por verse –precisamente- en un papel que nunca había querido desempeñar, intenta mantener las apariencias como buena ama de casa y solícita anfitriona, sobre todo cuando se ve comprometida por vecinos felices o entrometidas amables que intentan traspasarle sus problemas. Nobleza obliga y, como bien señala el personaje de Kathy Bates, “erais diferentes, parecíais especiales… y lo seguís siendo, claro”. Una idealización que se teje como un corsé, como una tela de araña que va asfixiando a sus víctimas porque les impide moverse, cambiar.
Cuando Frank cumple los treinta años decide celebrarlos fuera del hogar con una canita al aire y dentro del hogar con una forzada y tradicional cena de cumpleaños (que solo consigue que él se sienta culpable por su engaño). Con todo, en un momento dado, la posibilidad de cortar de raíz con lo conveniente y revivir en una ciudad fetiche como París se experimenta como posible y cercana: “¡la gente allí está viva, no como aquí!”. Las ilusiones y las ganas de remontar parecen que van a terminar venciendo. Ella está dispuesta a trabajar en un puesto bien remunerado para mantener a la familia y para que él se replantee qué quiere y puede hacer sin agobios ni limitaciones…..pero los buenos –y convencionales vecinos- cuestionan la aventura. Los compañeros de trabajo de él, también. A fin de cuentas entrar en un cambio radical implica que se movilicen todas aquellas fuerzas que se atisban como un peligro para su propio status quo: al sistema no le gustan los disidentes ni las fugas de aquellos que lo sostienen. Todo son, a partir de entonces, pequeñas pullas que consiguen ir minando la seguridad sobre la conveniencia de lo que se debe hacer: ¿pero a santo de qué os vais a marchar?, ¿y qué vas a hacer Frank mientras ella te mantiene?
El planteamiento inicial (“huimos de esta vida, irremediablemente vacía de aquí”) se va trastocando ante las llamadas a la responsabilidad (la sabiduría del tonto: “si quieres jugar a las casitas tienes que tener un trabajo que no te guste”) o la tentación en forma de subida de sueldo y reconocimiento (principal enganche de Frank). Además un nuevo e inesperado embarazo de ella pesa como una losa ante lo que ya no se visualiza ni tan perentorio ni mucho menos necesario: los adorables niños necesitan estabilidad y bienestar.

En esta película es el verano el que calienta la sangre y desata las discusiones y los enfrentamientos. April se rebela más visceralmente que él: “¿Quién ha inventado estas normas?” Se siente aprisionada en su condición de madre. Lo normal y lo establecido se convierte en una sutil prisión porque cuestionarlo implica, necesariamente, pasar por el loquero. Lo que constituye la felicidad oficial y estándar se transmuta en una muerte lenta para los protagonistas con pequeños momentos de desahogo, pero sin que se rebaje una tensión y un hastío que van in crescendo y que reclaman a gritos, curiosamente, incomunicación, más que palabras. Como bien dice April harta de palabras y pocos hechos: “¡¿Pasaría algo si no hablásemos de nada?!”. Mendes y Yates no vislumbran una solución feliz: fingir, creer que “lo que hay” (santo y seña del realismo pero también de la complicidad estúpida) es lo que debe ser.
No pensar, no sentir, porque la visión del matrimonio que nos muestra la película significa renunciar, anclarse, una forma sutil de sodomización psicológica.
La escena final resulta antológica: el marido de la vendedora de casas, ante el parloteo vacuo de su mujer, quita poco a poco el sonido del audífono para no escuchar la cháchara mientras finge que está escuchándola. Toda una declaración de principios (y un método de prudente supervivencia). De la ironía y cáustica sorna de American Beauty hemos pasado a la aspereza y sufrimiento de Revolutionary Road; dos miradas ¿complementarias? de una realidad que no parecen permitir más lecturas que el idealismo ñoño o la ácida crítica aunque hay otros directores como Richard Linklater que prefieren pensar que sí es posible otro enfoque.

Notas:
(16) http://en.wikipedia.org/wiki/American_Beauty_(1999_film)

(17) El crepúsculo de los dioses:http://www.filmaffinity.com/es/film536488.html
(18) Castro, Antonio. Articulo “A contracorriente”. DIRIGIDO POR nº 286, Enero 2000. P.30
(19) Richard Yates: http://es.wikipedia.org/wiki/Richard_Yates
(20) Sobre Revolutionary road:
https://www.youtube.com/watch?v=sNcBUOlGBcg
(21) Thomas Newmann: http://es.wikipedia.org/wiki/Thomas_Newman


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Te:xto Javier Nebot

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