domingo, 16 de febrero de 2020

Micro-desahogos (10): Parloteo.

Creo que hay personas que son como los pájaros.
No porque puedan volar (cosa bastante improbable aunque te atiborres de Red-Bull), si no porque les encanta escuchar el sonido que emiten.
Deben sentirse con cualidades canoras que uno no atisba a descubrir y que, por lo visto, actúan en sus almas como si de un bálsamo tranquilizante se tratase (para las suyas ........).
¡Y todo ello independientemente de que el discurso emitido tenga o no algún sentido!
Esas personas, en general -permítaseme la licencia de la sobre estimación-, tienen en alta estima su verborrea, hasta tal punto que, en muchas ocasiones, son incapaces de dejar de emitirla,  independientemente de que interese o no a los circundantes.
Es exactamente igual que echarse un pedo o soltar un eructo.
Liberador, sin duda, aunque -también en general, que para todo hay- igualmente enojoso para los receptores pasivos de unos u otros.
Uno, sin ser fundamentalista - al menos todavía, aunque ganas me van entrando desde hace tiempo de convertirme en tal para luchar contra la memez vigente- entiende cada vez mejor la sentencia de Wittgenstein según la cual NO hablar de lo que no se conoce debería ser un imperativo social.
Pero parece obvio, especialmente en estos tiempos relativistas, autoindulgentes e hiperfóbicos, que tal premisa es muy poco tenida en cuenta por una gran mayoría de personas. Incluso se vive por los extremistas  del parloteo como una verdadera provocación (¿Quien se puede atrever a pedir prudencia en la actualidad? ¡Más de uno consideraría eso un ataque gratuito e intolerable a su autoestima, siempre delicada y coja!).
Al yo enardecido y desatado de hoy en día le importa literalmente un bledo lo interesante o no de su perorata, y mucho menos todavía el sometarla a planteamientos críticos o a prudentes limitaciones. No.
Se trata de liberarse, de soltar lastres personales y ansiedades apremiantes.
Rendir pleitesía a la incontinencia (verbal, emocional, física) y adorar con entrega de converso al dios de la charlatanería porque el silencio abruma o asusta. El ruido, la locuacidad compulsiva, sin embargo alivia y relaja. Que al vecino le entra una jaqueca tremebunda ante tanta jaculatoria sin sentido: ¡Que se tome una aspirina! (o literalmente que se joda).
Una vez descubierta la diarrea verbal pocas y pocos (aquí la paridad es implacable) deciden ponerle remedio. Es igual que se produzcan guirigays infumables. El fenómeno es imparable. Imparable y aplaudido.
¡Y, sin embargo andamos! ¡Fascinante!
¡La vida, ciertamente, es un milagro (insondable)!

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