viernes, 15 de enero de 2021

Opinión personal (73): El siglo XVIII y su cultura en el cine (2).

 El siglo XVIII, un siglo de luces y sombras.

El alcázar de Madrid, a mediados del siglo XVIII.

 Si el Renacimiento derribó las pautas sociales y culturales propias de la Edad Media (al menos dentro del contexto europeo), la Ilustración y los movimientos derivados de la misma supusieron el ocaso de las estructuras y modos de hacer propios del Antiguo Régimen. El siglo XVIII (conocido por todos, comúnmente, como el Siglo de las luces) vivió la germinación y el desarrollo de una serie de ideales y planteamientos que, aun siendo puramente europeos, implicaron el definitivo derrumbe del mundo antiguo (o estamental) y el inicio de una modernidad que afectaría radicalmente a todo el planeta. 

Boucher. La pesca.

Se puso en marcha, por muchos y muy complejos motivos, una nueva cosmovisión

Una cosmovisión que modificó la manera de entender la vida y la realidad, no solo en la civilización occidental, sino también en todos los países del mundo (aunque gradualmente y a diferentes niveles). Resulta evidente, por poco que se explore (1), que tales cambios no fueron el esfuerzo heroico de una única persona (aunque las hubo brillantes y destacadas) ni tampoco el logro colectivo de un único pueblo (aunque Francia sobresaliese especialmente). 

En el incendio cultural que se inició en occidente en el siglo XVIII fueron muchos los que prendieron las llamas y muchos más los que avivaron el fuego

Delacroix, La libertad guiando al pueblo.

Con todo, si somos justos (y aunque se nos acuse por ello de euro centristas (2)) tenemos que reconocer que la inmensa mayoría de los “pirómanos” procedieron del entorno europeo, incluyendo también en él, a los efectos que nos ocupa, a los estadounidenses, “hijos” sin duda de la cultura europea. De ahí la importancia y la necesidad de centrarnos en los hechos históricos que acaecieron en nuestro contexto socio-geográfico ya que tuvieron una trascendencia global insospechada e inesperada y sus repercusiones supusieron un nuevo e inusitado peso de las potencias europeas a nivel mundial (sin negar por ello la importancia de otros hechos históricos coincidentes en el tiempo y que fueron social y culturalmente relevantes en otros ámbitos geográficos (3)). 

Fueron las ideas de los pensadores dieciochescos, pero también las realidades –incontrovertibles- que acaecieron en Europa en esa época, las que marcarían indeleblemente la sociedad actual, tanto porque dichos cambios y avances contribuyeron a la transformación de los parámetros sociopolíticos e intelectuales vigentes (adiós al Ancien Regimen) como porque de su evolución y de su paulatino desarrollo (a veces traumático y revolucionario) surgiría el mundo en el que nos movemos hoy y al que tiende (sin duda con traspiés y algunos rechazos explícitos) casi todo el planeta. 

Cesare Auguste Detti.

Desde luego, resumir un siglo –sea el que sea- es tarea ímproba, sino imposible

 Cualquier esbozo histórico resulta siempre tendencioso (4) porque implica decidir previamente las líneas maestras a remarcar y obliga a dejar fuera otras muchas líneas posibles y reales, que tuvieron también un peso efectivo en la construcción y desarrollo de la historia. Ese proceso elimina del relato, necesaria y tristemente, elementos, hechos y personas, que, casi con toda seguridad, serían igual de esenciales que los que se destacan como de primera línea. En cualquier caso, tenemos que reconocer que en el imaginario común (equivocado o no, amplio o escueto) priman aspectos generales, imágenes e ideas, que nos permiten visualizar cada época con unos rasgos más o menos reconocibles para la inmensa mayoría; una particular iconografía que nos ayuda a situar y a situarnos. 

En este sentido, el siglo XVIII se reconoce fácilmente como el siglo de las pelucas empolvadas, el de los miriñaques enormes y los corsés estranguladores; es el de la frivolidad permanente, con sus dandis y petimetres feminizados, pero también –¡a Dios gracias!- se le puede reconocer como el siglo de la razón y la filosofía, el de la música barroca, el de la Ilustración y el ansia de saber (“¡sapere aude!”), el de las revoluciones y la luchas constantes por los nuevos derechos. 

Es evidente que muchas de las ideas que triunfaron en el siglo XVIII ya estaban formadas en el siglo anterior (rara vez se producen adanismos en el historia). 

Federico el Grande tocando la flauta en Sanssouci. 1850.
Cuadro de Adolf  F. Von Menzel.

Seguramente, uno de los méritos del siglo XVIII fue el haber transmitido y actualizado algunos de los logros anteriores, desarrollándolos en su máxima potencialidad, hasta el punto de que el rostro actual del mundo contemporáneo puede reconocerse ya, aunque sea en boceto, en los anhelos y luchas del XVIII. La nueva mentalidad que surgió en este siglo supuso un completo cambio de paradigma. 

Las ciencias y la forma científica de enfocar la realidad redujeron la importancia que tuvieron hasta ese momento la religión y la superstición a la hora de interpretar el mundo y todo lo que en él sucedía (5). Esa sensación de que el ser humano podía aprender y comprender constantemente y casi sin límite llenó de satisfacción al hombre (y también a las mujeres, no lo duden) del siglo XVIII. Percibían que, gracias a sus capacidades, cada vez que miraban en una dirección, eran capaces de hacer desaparecer la oscuridad y dar luz a todo lo que antes eran tinieblas, de ahí el lugar común de “siglo de las luces, ya antes mencionado. 

Jean-François De Troy. Lectura de Moliere

Empezó a surgir una inusitada fe en el continuo progreso de la humanidad, en su capacidad de avanzar hacia “estados superiores” de civilización (que -lado oscuro innegable- llevarían al siglo XIX a una prepotencia civilizatoria cuyas penosas consecuencias todavía se sufren hoy) (6). Esta nueva fe en el progreso hizo que muchos individuos viesen el pasado, con desprecio; más como un lastre que como un trampolín hacia el futuro. Se rechazaron indiscriminadamente muchos de los saberes y de las creencias de antaño, en un afán desconocido hasta entonces de hacer tabla rasa. Cambió el lenguaje y la retórica (7). Al hablar con desdén de la antigüedad se habló con algo más que hostilidad en contra de la religión (especialmente contra el catolicismo) porque se consideraba que ésta se basaba y justificaba en supersticiones que debían erradicarse. Los elementos que hasta entonces habían limitado y castrado el pensamiento (autoridad y religión) se vieron como enemigos a abatir. Se divinizó a la razón hasta límites que llegaron a producir, hacia finales del siglo, hartazgo y reacción (8). 

Grabado decimonónico de una procesión con la Diosa de la Razón.

Desde luego, con todo, hay motivos para el orgullo en el settechento. La ciencia avanzó extraordinariamente y la técnica le siguió fielmente los pasos. Se produjeron grandes avances en la tecnología militar y naval. En Inglaterra (que se convertiría Gran Bretaña también en este siglo) se inició lo que sería una revolución económica y social determinante y global, la industrial. Tal y como he mencionado antes, muchos de los descubrimientos y adelantos que se produjeron en el siglo XVIII tuvieron una localización precisa: Francia (aunque, ciertamente, Inglaterra no le iba a la zaga). Fue en este siglo cuando Europa se puso al frente del mundo (hasta entonces existió un relativo equilibrio “civilizatorio”) (9). 

Los europeos, con su afán exploratorio y conquistador, e imbuidos de superioridad moral y técnica, salieron vencedores en el “ajedrez” mundial.

A nivel interno fueron perfeccionando la mecánica y administración de su organización social y política (a veces a trompicones). El auge de una nueva clase social, la burguesía, tuvo un peso específico enorme, convirtiéndose muchas veces en el motor de los cambios. En cualquier caso, no se puede hablar para nada de Europa como un ente único (eso, como sabemos, costaría un par de siglos más), pero sí se observan rasgos comunes (religión cristiana, creciente racionalismo, planteamientos jurídicos similares, una estética común etc.) que hacen de los europeos una entidad particular y reconocible. Además, imbuidos de una fe mesiánica (y proselitista) en sus capacidades y logros, superaron rápidamente a las antaño avanzadas civilizaciones asiáticas (10)

Ese espíritu de avance y superioridad se plasmó también en un afán de expansión y conquista por todo el planeta. La potencias europeas se disputaron el mundo sin ningún pudor (aunque los excesos y aberraciones del colonialismo se desarrollarían todavía más, si cabe en el s. XIX) y se pelearon por él y entre sí en todos los continentes. Es en este siglo cuando se puede empezar a hablar con propiedad de “política mundial”. 

Evidentemente, no todo fueron guerras. 

Hubo comunidades europeas que se desarrollaron –muy bien- fuera de Europa. Tanto que, incluso, una de ellas, tomó conciencia de su individualidad y decidió soltar amarras de su metrópoli. Surgieron los Estados Unidos de América que no tardarían demasiado en demostrar su pujanza y poderío y en rivalizar con los estados y reinos de la vieja Europa. Su nacimiento como estado independiente supuso un verdadero shock en la época y una inesperada revolución social y geo-estratégica de amplias repercusiones (como veremos más adelante con un poco más de detalle).

Libro divulgativo de Isacc Asimov.

Con todo, un siglo tan resplandeciente y “ligero(11) en tantos aspectos no quiso despedirse de la manera amable y frívola con la que vivió durante muchas décadas. De la porcelana de Sevrés y las cajitas de rapé se pasó, en virtud del hartazgo y por la sed acumulada de justicia, a la guillotina y al corte de cabezas, con o sin pelucas. 
La revolución francesa puso el broche final y sangriento –aunque, probablemente, necesario-, a todos los movimientos de cambio que hemos descrito hasta ahora. Su triunfo –con altibajos- cambió el mundo y posibilitó la Era Contemporánea.

Jean Pierre Houël. El asalto a la bastilla.

-Continuará-

Notas.
(1) La batalla por el sentido y la narrativa de la historia ha sido larga y compleja y se ha desarrollado, históricamente, durante mucho tiempo, aunque sobre todo en los últimos tres siglos. Durante el siglo XIX proliferaron las perspectivas providencialistas en las que se ensalzaban las figuras de determinados prohombres o las virtudes y “destinos” de ciertos pueblos y naciones (especialmente los de aquellos que se atribuyeron la misión de re-civilizar el mundo en función de sus criterios, valores y derechos “universales”). El revisionismo intelectual del pasado siglo XX supuso asumir perspectivas más amplias y dinamitar, en nombre de ellas, todo lo anterior. En la actualidad, superados algunos extremismos ideológicos, tanto de la derecha como de la izquierda, los historiadores optan por visiones más holísticas que dan voz a todo tipo de actores de la historia, antes injustamente olvidados, y evitan –mayoritariamente- colocarse en ópticas reduccionistas. 

(2) Uno de los tics que han permanecido, debido a la ola posmoderna imperante, es cuestionar y denigrar al historiador que no comparta criterios con epítetos que lo identifiquen como retrógrado o reduccionista. Uno de los que más éxito ha tenido es descalificar con el término de euro-centrista. Si bien es verdad que se han producido visiones históricas excesivamente marcadas por la soberbia nacionalista y “civilizatoria” (hasta extremos patéticos y ridículos vistos con los ojos de hoy), también es cierto que hace ya más de cuarenta años que la mayoría de los historiadores abogan por perspectivas mucho más amplias e integradoras, realmente multifacéticas que, con todo, NO impiden reconocer la realidad ni la importancia objetiva de determinados hechos. 

(3) Autores actuales como Peter Frankopan, David Abulafia, Peter Watson, Norman Davies, Ian Kershaw y muchos otros son un ejemplo de como la historia puede abarcar infinidad de matices y ámbitos de gran magnitud sin renunciar por ello a un relato significativo, inclusivo y contrastado desde ópticas diferentes, pero complementarias. En cualquier caso, esa nueva actitud holística no debería quitar la posibilidad de contar las historias locales, nacionales o continentales, incluso. La tendencia a una visión global debería ser una parte más del deseo de entender y conocer el pasado, no una excusa para criminalizar visiones más concretas o cercanas. 

(4) Como he referido en las notas anteriores, hoy, de forma todavía más intensa que antaño, se multiplican y desarrollan numerosos puntos de vista. Hay “historias” de la intimidad, de las mujeres, de los pueblos oprimidos, de las naciones que no llegaron a serlo, de todas y cada una de las ciencias y artes, de los ortodoxos y de los heterodoxos, de la inteligencia y de la estupidez y, prácticamente, de casi todo lo que usted pueda imaginar. Para ello, en todas y cada una de ellas, sus autores han tenido que cribar y, necesariamente, seleccionar, aquello que desde su punto de vista y desde las pretensiones de sus enfoques han considerado relevante y digno de reseñar. Los lectores, en última instancia, construyen también su particular visión seleccionando y aceptando todo aquello que, en justicia y en función de sus particulares sesgos cognitivos, consideran relevante y prioritario. La historia es objetiva en muchos aspectos, desde luego, pero parte de ella se elabora en la mente de quienes la escriben y en la de quienes la estudian o leen, reactualizándose constantemente con nuevos datos y diferentes matices. 

(5) Desde el nacimiento de la psicología arquetípica y desde el interés antropológico por conocer y profundizar en las formas de entender la vida de las civilizaciones del pasado, se han realizado estudios diversos de gran profundidad y relevancia. Jung y sus seguidores de la Escuela de Eranos dieron pasos en ese deseo de entendimiento y descubrieron que tras los mitos de antaño y las religiones se ocultaban formas profundas y simbólicas de entender la realidad y no meras supersticiones. Joseph Campbell, Maríja Gimbutas o Walter Burkert investigaron desde líneas antropológicas en el camino abierto por Sir James Frazer. Más recientemente pensadores como Patrick Harpur, Richard Tarnas o Juan Arnau, en cierta forma desarrolladores del pensamiento de James Hillmann, aunque vinculándolo a la filosofía y a la literatura, insisten en la tesis de que, a pesar del rechazo ilustrado hacia un pasado que consideraban oscuro y lleno de errores, había en éste altas dosis de inteligencia, de sabiduría y formas muy diferentes de entender y expresar la realidad. 

(6) La palabra “civilización” se desarrolló extraordinariamente en el contexto intelectual del siglo XVIII e hizo eclosión en el siglo XIX. Por desgracia y lamentablemente, este término se asoció en el ámbito occidental con cierto darwinismo social y adquirió una insolencia y unos aires de superioridad que tuvieron consecuencias nefastas para demasiados países al imponer un imperialismo económico e ideológico atroz en casi todo el planeta. Buena parte de los odios y resentimientos que se viven en la actualidad provienen de esa errónea pretensión de superioridad de la civilización occidental sobre las demás, una superioridad basada –sobre todo y aunque hoy se olvide muchas veces- en el deslumbramiento de su ciencia y de su técnica, mucho más que en la calidad de sus propuestas morales (aunque ciertamente las hubo y de peso). 

(7) La fe dieciochesca en el progreso constante y en las virtudes de la razón fue, vista con ojos actuales, sorprendente y de intensidad casi religiosa. Tal auto-percepción cambio, desde luego, el discurso filosófico y con él, el político y social. Son muchos los historiadores que han resaltado el cambio de lenguaje y de retórica. Arnold Hauser incide en su Historia social de la literatura y el arte (t.II) en cómo la cultura experimentó cambios expresivos que dejaron atrás los modos barrocos, pasando a expresiones más “ligeras” en lo visual y decorativo (rococó) y más intimistas y “populares” en los ámbitos literarios. Además el surgimiento de un nuevo tipo de público, eminentemente pequeño-burgués, supuso una alteración de los intereses y necesidades culturales. Philip Blom, tanto en Enciclopedie como en Gente peligrosa, nos cuenta el tipo de ambiente y de personas que, con nuevas aspiraciones y nuevas retóricas, se tomaron muy a pecho cambiar su época y también la historia. 

(8) Los excesos del racionalismo tuvieron como reacción los excesos de la emoción, ejemplificada por los románticos (particularmente alemanes, pero también ingleses). Los “monstruos” de la razón, crearon otros de índole opuesta. Al igualitarismo se le opuso la identidad; al estatalismo frio y legalista, el nacionalismo y el arraigo visceral a la tierra; a la moderación y frialdad “clásicas”, la pasión y efervescencia románticos. El pulso mentalidad francesa versus mentalidad alemana, iniciado en el siglo XVIII, sigue todavía vigente. 

(9) El historiador francés Marc Fumaroli, tristemente fallecido en 2020, ha analizado en profundidad el impacto francés en la cultura europea del XVIII, especialmente en sus libros La diplomacia del ingenio (2011), La República de las letras (2013) y Cuando Europa hablaba francés (2015).
La cultura francesa y su afán de entender y mejorar el mundo, unida al espíritu industrial y mercantil inglés, fueron las dos fuerzas motrices (España, lamentablemente, hacía tiempo que estaba en declive y la monarquía borbónica no supo –o no pudo- cambiar ese ocaso) que iniciaron la transformación del mundo, uniendo afanes y urgencias económicas a una convicción irreductible de superioridad que justificaba en su destino histórico como líderes el mundo. 

(10) La visión marxista (y negativa) sobre las civilizaciones asiáticas no existía todavía, lógicamente (se formularia a mediados del XIX), pero los exploradores del siglo XVIII ya intuían que Oriente daba signos de agotamiento. Las diferentes Compañías que se establecieron en la India no tardaron demasiado en apropiarse del subcontinente y, desde allí, abordaron a los reinos del sudeste asiático. Poco después, China sería objetivo europeo y la antes poderosa potencia fue también víctima de las ansias expansionista europeas. Solo Japón resistió el embate hasta casi finales del siglo XIX. En cualquier caso, historiadores como Peter Frankopan y Michael Scott o Felipe Fernández-Armesto, han señalado en diversas obras como el diálogo oriente/occidente no siempre giró a favor de occidente. Solo bien entrado el siglo XVIII fue cuando éste se materializó en la supremacía occidental que se ha mantenido prácticamente hasta nuestros días. 

(11) El filósofo francés Gilles Lipovetsky ha remarcado la “ligereza” de la modernidad. En su obra De la ligereza (Anagrama, 2015) señala cómo “este programa empieza su aventura filosófica en los siglos XVII y XVIII. Cabalga a lomos de la fe en la Razón científica, moral y política. Se ponen las máximas esperanzas en la acción revolucionaria, pero también en los progresos tecno científicos que permitirán alcanzar una vida mejor, mitigar el apremio de las necesidades, eliminar el peso asfixiante de la pobreza y el sufrimiento” (p.25). 

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