Ya he escrito en varias ocasiones en esta sección sobre las dificultades existentes para una buena comunicación (1).
Sobre cómo ésta -en muchas ocasiones- es tan absolutamente oblicua que, lejos de ayudar a entenderse mejor, contribuye a la contaminación auditiva y -sobre todo- emocional e ideológica.
La discrepancia entre lo que se dice y lo que se hace o la utilización estratégica de la falsedad son tan antiguas como el propio lenguaje. Desde luego, poco tienen de problemas "nuevos", aunque en estos tiempos no ya líquidos, sino vaporosos, parecen haber adquirido carta de legitimidad y una abrumadora omnipresencia. Sin duda, esa omni presencia resulta agotadora para todo aquel que busca en una comunicación niveles aceptables de autenticidad y de coherencia. Lejos ya de verdades pétreas, los relativismos de todo tipo (por decirlo de una manera generosa) parecen invadirnos hasta en los terrenos más íntimos y personales, justificando todo tipo de re-interpretaciones y re-evaluaciones al gusto del emisor del mensaje. Desgraciadamente, con tales distorsiones es más que probable que solo se consiga que nos volvamos todos interesadamente sordos en un intento (hasta cierto punto legítimo) de supervivencia emocional o, quizás, que optemos por blindarnos con la ya archiconocida coraza del "sesgo de confirmación", incapaces, por sobre-saturación, de oír algo diferente a nuestros propios prejuicios o creencias. (Como nos van a manipular si o si, igual es mejor que nos manipulamos nosotros mismos con aquellos mensajes que más se acerquen a nuestras particulares intuiciones, querencias o reflexiones, a pesar de que de esa forma tampoco se solucione "el problema").
De todos es sabido -sobrada experiencia tenemos- que la sobreabundancia y la reiteración de mensajes pueden llegar a colonizar mentes, pero -no lo duden- también pueden producir verdaderas alergias, tanto a nivel personal como social, de consecuencias impredecibles.
Ante tanto vocerío en tantas partes, incluidos los medios de comunicación y las redes sociales, uno tiene la constante tentación de d-e-s-c-o-n-e-c-t-a-r.
Refugiarse en el silencio y hacer purga de toxicidades.
Evitar que sean otros quienes nos piensen, o quienes nos intoxiquen.
Evitar que los oídos y las neuronas nos estallen ante tanto reclamo, tanta urgencia y tanto intento de vapuleo mental y emocional.
En el post anterior (Micro-deashogos/11) me hice eco de algunas comunicaciones tóxicas: aquellas emitidas por personas que, de variadas formas y con una acuciante necesidad de ser escuchadas o de ser el centro de la atención, vampirizan al primero que muestre un talante receptivo o que sucumba a la amabilidad, en aras de su auto-imagen de bondad o de un loable altruismo.
Es una realidad innegable, lamentablemente. Constatada por muchos psicólogos y expertos de las relaciones humanas pero, también, es todo un síntoma de los neuroticismos relacionales existentes en nuestras modernas sociedades (2).
Muchas de esas personas tóxicas, aparentemente tan normales como cualquiera, se cronifican en sus actitudes, lo que contribuye a materializar, en una especie e retro-alimentación, lo que más temen: que la gente les rehuya con tal de no aguantar sus verborreas y su locuacidades sin límite.
El problema (uno de sus aspectos) es que entre tantas "toxicidades" mediáticas, virtuales, sociales y personales nos estamos volviendo muy duros de oído.
También -a veces- muy duros de corazón, e intentamos justificar nuestra sordera como un acto -más o menos consciente- de supervivencia.
Al final oímos, pero no escuchamos.
Oír (audire en latín) es percibir un sonido.
Eso, salvo algún problema físico especifico, no lo podemos evitar.
Es algo automático y viene, digámoslo así, incorporado de serie. Cierto es que en ocasiones nos encantaría poder cerrar los oídos como quien desconecta un audífono, pero -al menos por ahora- eso no es posible (todavía).
La escucha, sin embargo, implica una actitud intencional y atencional (3).
Escuchamos de manera selectiva y siempre prestando atención.
Podemos fingir escuchar, pero si queremos realmente hacerlo tenemos que atender y centrarnos en lo que se nos está diciendo.
El interés personal sobre lo que se nos cuenta o sobre quien nos lo cuenta es, sin duda, un aliciente.
Escuchamos más fácilmente si nuestra emocionalidad está implicada, pero también cuando, conscientemente, queremos mostrar una disponibilidad interior hacia el otro, por el motivo que sea.
Y eso conlleva un esfuerzo personal.
Esfuerzo que muchos NO quieren hacer, aunque su discurso se llene de loas sobre la necesariadad de la escucha y las virtudes de la buena comunicación.
La tendencia a la dispersión mental o el excesivo blindaje interior entorpecen, sin duda, la verdadera escucha.
La experiencia de hartazgo ante determinadas situaciones o con determinadas personas (que también todos conocemos) sin duda pesa y puede extrapolarse o transferirse negativamente, contribuyendo a sorderas voluntarias o a rechazos más o menos conscientes.
Escuchar (auscultare en latín), es oír con delicadeza y atención.
Implica, como bien señala Francesc Torralba en su libro sobre el arte de escuchar, ser atento con el otro, mostrarle nuestro respeto y procurar atender sus razones (4).
Hoy, sin embargo, parece que aunque muchos reclaman escucha pocos están dispuestos a ofrecerla realmente.
Tal y como vimos en el post anterior, es cierto que no hay que perder ni tiempo ni energía con chácharas vacías o fútiles y menos todavía con logorreas irreflexivas.
Todos tenemos que aprender a salvaguardarnos marcando prudentes límites, pero tendremos que afinar mucho porque de lo contrario corremos el riesgo de caer en lo que criticamos, siendo cómplices de ese mi-me-conmigo que tanto contribuye a la incomunicación actual.
Seremos incapaces de distinguir el grano de la paja, convirtiendo todo proceso de acercamiento personal en un parloteo vano o estéril, en lo que popularmente se conoce como "un diálogo de sordos": ruido, pero no comunicación.
Escuchar es difícil porque, en general, a nadie nos han enseñado a hacerlo.
Incluso en organizaciones en las que, en principio, se valora la escucha se olvidan de que está tiene más de arte (sensible) que de técnica (mecánica).
Se olvida demasiado fácilmente que una escucha sin alma, sin aliento ni cercanía, acaba siendo tan inútil como soltar un sermón a una piedra.
Carl Rogers insistió hasta la saciedad en la necesidad de una buena escucha para alcanzar cotas razonables de bienestar personal (y con él un porcentaje muy notable de terapeutas y especialistas en comunicación) (5). Se recuerda mucho a este notable psicólogo norteamericano por haber percibido que estamos tan preocupados de nuestros propios pensamientos y sentimientos que no escuchamos lo que dicen los demás.
Ensimismados y enfermos de soledad.
Creo, sinceramente, que si queremos ser escuchados debemos poner nuestro granito de arena y aprender a escuchar. Como bien señala Torralba "Escuchar.....exige concentración, voluntad de descifrar el mensaje del otro, de entender qué dice y, sobre todo, el porqué de que lo diga como lo dice; consiste en entender las razones que le mueven a expresarse" (Op.cit. p.16)
Y eso implica esfuerzo, motivación y tiempo.
Todo ello regalos que pocas veces estamos dispuestos a brindar..........
(3): https://www.lavanguardia.com/cultura/gramatica/20191122/47739826477/diferencias-oir-escuchar.html
(4). Francesc Torralba. "El arte de saber escuchar". Ed. Milenio.
(5): Carl Rogers. "El proceso de convertirse en persona". Paidós.
"El camino del ser". Kairós.
En una línea similar Erich Fromm. "El arte de escuchar"
Todas las imágenes y/o vídeos que se muestran corresponden al artista o artistas referenciados.
Su exposición en este blog pretende ser un homenaje y una contribución a la difusión de obras dignas de reconocimiento cultural, sin ninguna merma a los derechos que correspondan a sus legítimos propietarios.
En ningún caso hay en este blog interés económico directo ni indirecto.
Texto: Javier Nebot
No hay comentarios:
Publicar un comentario