El imaginario occidental de las fiestas navideñas incorpora muchas y muy variadas tradiciones, aunque su origen como fiesta de la Natividad es, innegablemente -y aunque se funda con el solsticio de invierno-, la celebración del nacimiento de Jesús.
Todo lo demás, la nieve, el árbol de navidad y sus adornos multicolores, San Nicolás y el intercambio de regalos, Papa Noel y su cohorte de renos, elfos y demás parafernalias, las comilonas en plan dionisiaco, las cabalgatas de los Reyes Magos (y sus variaciones carnavalescas pseudo políticas y "diversas") etc., se fueron incorporando después paulatinamente, siendo en ocasiones -lamentablemente- más motivo de desencuentros que de genuina alegría y de celebración (de descubrimiento íntimo y personal mejor ni hablamos).
El arte, como hemos visto en diversas ocasiones, se ha hecho eco del misterio de la Natividad.
El cine y el cómic, como no podía ser menos, también, aunque centrándose más en los aspectos sociales y lúdicos de estas fechas que en el hecho central que las justifican.
Hoy, sin duda, el Dios Consumo recibe todas las pleitesías de fieles devotos y entregados, pero -quiero pensarlo así- también queda en muchos de nosotros esa parte infantil de nuestra psique que revive esos recuerdos de antaño en los que, fascinados, fuimos capaces de atisbar cierta magia y el encantamiento de estas fiestas. Tintín, con su ingenuidad, nos recuerda la parte amable de los festejos navideños.
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