La película de la que vamos a hablar a continuación dio a nuestro héroe medieval, Robin Hood, un tratamiento muy, pero que muy diferente al que vimos en la entrada anterior de esta sección, a pesar de sus grandes dosis de ironía.
Se trata de “Robin y Marian” (1976), de Richard Lester.
Si “Robin de los Bosques” (1938) nos mostraba al héroe vigoroso y optimista, inasequible al desaliento y lleno de ilusiones por su pueblo y por su rey, “Robin y Marian”
(1976), nos lo muestra en plena decadencia. Decadencia impuesta por los años –que
no han pasado en balde-, por el desencanto producido por ideales desinflados y por el
desengaño –inevitable- causado por muchas de las personas a las que antes admiraba.
No cabe duda que que en este
sentido, “Robin y Marian” es un relato crepuscular y podría resultar, al contrario de la
película de 1938, algo descorazonador, deprimente, si no fuese porque Lester es capaz de contarnos
todo ello con grandes dosis de ironía e inteligencia y porque las actuaciones de sus protagonistas, Sean Connery y Audrey Hepburn, rebosan de sensibilidad y de talento suficiente como para que podamos atisbar una vejez no anclada en el resabio y la acritud
sino capaz de superar, con dificultades pero superar, el desencanto de lo vivido y la
melancolía de lo perdido.
Vejez sabia (y escasa), pues.
Lógicamente, al trasladarse la acción a casi veinte años después de la historia conocida
por todos, el argumento varía aunque mantenga claves comunes y, como no podía ser
menos, cuente con los personajes esenciales: Robin y Little John (Nicol Williamson, futuro Merlín en Excalibur),
después de años y años combatiendo en las Cruzadas junto con el rey Ricardo (Richard
Harris), deciden regresar, a la muerte de éste, a Inglaterra.
Lo hacen cansados físicamente, pero también moralmente.
En Sherwood el antiguo enemigo de Robin, el sheriff
de Nottingham (Robert Shaw) sigue conservando su puesto y se ha convertido en un
hombre bastante menos zafio de lo que estamos acostumbrados a ver en otras versiones; Marian, que se quedó sola y abandonada ante los furores guerreros de su amado,
es ahora una abadesa resuelta y temperamental.
Se producen, claro, los esperados encuentros y los lógicos desencuentros entre los antiguos amantes y con los amigos del
bosque, pero todo se hace dentro de un proceso de revisión del héroe y del mito que,
ciertamente, funciona (no olvidemos que el cine de los sesenta y setenta estaba en plena fase de cuestionamiento y desmitificación y que en esos años se filmaron numerosas películas revisionistas en las que prosperaron todo tipo de antihéroes y las visiones
desencantadas de las historias que antes siempre fueron contadas como gloriosas) (1)
Uno de los aspectos que hay que resaltar de la película es el maravilloso guion escrito
por James Goldman que da lugar a diálogos ingeniosos y llenos de pleno sentido en el
contexto del film y que nos muestra, sin alarmismos y con humor, la decadencia física y el agotamiento emocional de los protagonistas,
tanto por lo mucho que han vivido como por lo que no les fue posible vivir.
Robin Hood se empeña en
negar su vejez y sus limitaciones ante una asombrosa (y asombrada) Marian que solo
quiere recuperar el tiempo perdido y, sobre todo, no volver a perder a su amado.
En la
Edad Media, en la auténtica, ser fuerte era un requisito esencial para la supervivencia (2).
Había unos altísimos indices de mortalidad (por muy diferentes motivos) y pocos superaban los cincuenta años. Las propias exigencias vitales y sociales de la época eran absolutamente tremendas y cuando no surgían guerras o enfrentamientos señoriales, se producían avatares climatológicos que diezmaban la producción agrícola y con ella la obtención de alimentos. Surgían también enfermedades o plagas que
arrasaban tanto a los animales como a los humanos. Para aquellos que llegaban a edades avanzadas, la mirada de sus coetáneos oscilaba entre la admiración y el rechazo.
Admiración por lo que podía tener de excepcional y de sabiduría (aunque el binomio
vejez/sabiduría nunca ha tenido una causalidad obvia), rechazo por lo que significaba
de dependencia y fragilidad y, en algunos casos, incluso, de malignidad (casi todo lo excepcional se miraba siempre de reojo y con prevención).
Lester, en su película, nos hace
ver que la vejez, en esos tiempos, era un verdadero hándicap ya que implicaba debilidad
e indefensión. El director estadounidense no tiene ningún reparo en mostrarnos a un
Robin Hood fondón y torpón que, lo admita o no, ha perdido habilidades físicas y guerreras y que, cuando se enfrenta en duelo final al sheriff de Nottingham, resiste poco y mal
y, como era de esperar, cae.
Con las botas puestas, pero cae.
Muy lejos, ciertamente,
de las peripecias cuasi circenses de Robin/Flynn o, como veremos, de Dardo/Lancaster, aunque mucho más cerca de la –a veces penosa- realidad.
La película termina con una de las declaraciones de amor más bellas que he podido ver
en pantalla, emitida por una Mariam que sabe que el amor de su vida va a morir y decide
acompañarle, tras beber los dos una pócima que evite el dolor: “Te amo. Te amo más
que a todo. Más que a los niños, más que a los campos que planté con mis manos, más que a la plegaria de la mañana o que a la paz, más que a nuestros alimentos; te amo
más que al amor, o a la alegría, o a la vida entera. Te amo más que a Dios”.
Una declaración de amor potente y sincera que le acerca mucho al amor apasionado y desbordante
que debió sentir Eloísa por su Abelardo (3).
En la próxima entrada, terminamos este acercamiento a Robin Hood con un personaje muy cercano a él: el
Dardo de “El halcón y la flecha” (1950), dirigida por Jacques Tourneur.
Próxima entrada:
5 de abril del 2022.
Notas
1). La ola de revisionismo afectó a todo tipo de géneros incluidos aquellos que se
consideraban prototípicamente americanos como el western o temas tabú como la guerra de Vietnam. Fue un esfuerzo posmoderno, valiente y bienintencionado, por contar el
pasado y el presente de una forma alejada de los triunfalismos imperantes hasta ese
momento y haciendo críticas de ideas, valores, situaciones y personas. Produjo, como
todas las revisiones ideológicas, algunas obras muy buenas y otras muchas que fueron
panfletos de muy poca entidad, más allá del impacto que tuviesen en su momento. En
la parte positiva, la ampliación de perspectivas y la recuperación de realidades olvidadas o tergiversadas; en la parte negativa, el pesimismo lacerante y el mea culpa
constante (de cansina –por reiterada- procedencia judeo-cristiana, revestida de pseudo
ideología progresista).
2). Chris Wickham, experto medievalista británico, incide –como también hacen de
hecho otros autores- en la necesidad de la fuerza en muchos aspectos de la vida medieval. Las amenazas al honor y a la reputación se resolvían muchas veces violentamente.
“La violencia era tenida por una acción lo suficientemente respetable en sí misma como
para constituirse en estrategia en los procesos judiciales: los atentados contra las propiedades de terceras personas eran una forma de mostrar la seriedad necesaria que al
litigante le resultaría más fácil llevar a su oponente ante los tribunales.” (p.41); “las muertes dictadas por cuestiones de venganza eran algo normal, además de acciones honorables en sí mismas” (p.42); “los hombres que tenían verdadero miedo a la violencia, por
ejemplo (circunstancia en la que podríamos incluirnos actualmente muchos de nosotros), no contaban con muchas posibilidades de lograr demasiada estima social en las
aldeas comunes y corrientes, a menos que fuesen clérigos y quedaran por tanto exentos, hasta cierto punto, de la comisión de actos violentos” (p.45).
Las citas proceden de su obra: “Europa en la Edad media. Una nueva interpretación”.
3). La historia de los amores de Abelardo (de 37 años, profesor) y Eloísa (de 17 años,
alumna) tuvo enorme resonancia en su época (siglo XII). No fue una historia siempre
feliz (de hecho hubo una castración por medio), pero si fue intensa y dio lugar a muchas
especulaciones.
Entradas anteriores.:
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Texto: Javier Nebot
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